Si hay males normalizados, uno de los más grandes que nos devasta de muchas maneras es la oferta industrial de los alimentos; es criminal por decir lo menos. Entras al súper y todo lo que ves son una inmensa mayoría de productos con excesos de harinas, azúcares, lácteos, saborizantes artificiales, e ingredientes catalogados como nocivos por todos lados. Menos mal que en el norte nosotros no toleramos otra cosa que las tortillas de harina con rellenos de ingredientes frescos y naturales como los frijoles, en cuando menos dos de las tres comidas del día; un menú balanceado y feliz. Sin embargo, el enemigo inmediato de todos, incluyendo los fronterizos, son los refrescos endulzados y las frituras empaquetadas; esa perversidad industrial se extiende a todas las tienditas de los más remotos lugares del campo y la ciudad, y apunta con especial crueldad a los niños. La gente no sabe en realidad qué tanto los dañan estos productos y manejan una idea vaga, que se disuelve con el cañoneo comercial y la distribución hasta sus tienditas en la cuadra. Y uno ve como normal los camiones con esos productos llegar hasta los lugares más remotos; como si fueran alimentadores fundamentales de los mexicanos, que deben surtir constantemente una necesidad vital. Y son veneno. Desde el desmedido consumo de agua para su fabricación, hasta los efectos de alto impacto nocivo para la salud, pasando por un costo que consume una gran parte del presupuesto familiar. El impacto es brutal, pero está normalizado. Y uno dice; que no habrá una forma de escapar a este cerco malévolo que es promovido constantemente para que crezca cada día sin que nada nos defienda, mientras avanzamos en la degradación colectiva del organismo mexicano? El problema es tan monstruoso que campañitas marginales no le hacen a este sistema ni cosquillas. A ver, legisladores; sin cuerpo no hay espíritu, y si seguimos así, la patria va a entrar en diálisis mientras las grandes industrias criminales le conectan las sucias sustancias que le decretan el porvenir.