En el escenario desesperado de la vejez, el amor, aunque sea disparejo, atípico, o de plano desvencijado, es un buen recurso para capotear, no sólo las últimas tormentas, sino para ensayar formas de tolerancia, inexploradas en el erguido y arrogante ámbito de la juventud. Mi General Juan N. Cortina, ya encarcelando por Porfirio Díaz en Santiago Tlatelolco, le tocó perderlo todo y envejecer en un calabozo hasta su muerte a los 70 años. Sin embargo, como el dictador y el General habían andado juntos combatiendo a los invasores franceses, cuando Díaz lo tuvo que apresar (a cambio del subsidio del golpe de Estado que lo llevó al poder), lo tenía bien atendido por una criada que le cocinaba y le limpiaba; y que acabó siendo la amante y Refugio sentimental del viejo guerrero; al grado que aparecen en una foto matrimonial en donde se ve una mujer indígena, redondita y sonriente, vestida de novia, a lado del General, ya viejo, sentado como un emperador. De chamaco, Juan Cortina hacia sus caprichos con una señora mayor que le gustaba mucho. Y alcanzó la juventud y la atravesó queriéndola nomás a ella. Su madre, escandalizada de que el primogénito varón correteara sin cesar a una viuda con hijos, lo casó a fuerza con la hija de su hermana, pero la pobre prima murió sin que Juan le hiciera caso. El gran amor de Juan se llamaba Rafaela, quien supo corresponderle y hasta le hizo dos hijas y llegó a quererlo tanto, que se murió de un infarto el día que lo iban a fusilar. No lo fusilaron porque a última hora llegó la orden de Díaz de que no lo mataran, y que se lo llevaran a Mexico. Pero eso ella ya no lo supo.
Y aunque Juan Cortina de joven tuvo amores escogidos y de acuerdo a su capricho; ya en el ocaso, aprendió a abrazar los frutos dulces y sencillos del amor que viene como venga.