Sebastián Olvera
@SebOlve
En enero de 1913, Faustino Rodríguez-San Pedro, presidente de la Unión Ibero-Americana, propuso denominar a la llegada del grupo que encabezaba Cristóbal Colón a América como el “Día de la Raza” y hacerlo una efeméride en España, América Latina y el Caribe. Con una proclama digna de cualquier colonizador, sostenía que la celebración serviría “…para exteriorizar la intimidad espiritual existente entre la Nación descubridora y civilizadora y las formadas en el suelo americano, hoy prósperos Estados”.
Pese a que crónicas como la de Bernal Díaz del Castillo transmitieron con nitidez el barbarismo de la invasión colonial hispánica en estas tierras (se calcula que entre 1492 y 1600 las poblaciones originarias sufrieron una reducción del 90%), la Unión Ibero-Americana siguió con su relato eurocentrista. Se contaba que la Corona Española se encontró con una tierra indómita habitada por pueblos “sin historia”, a quienes por caridad y por designio divino tomó bajo su protección para civilizarlos, y en el camino explotarlos como mano de obra esclava y adjudicarse al menos 180 toneladas de oro y 25 mil de plata.
En 1928, el polémico José Vasconcelos le propuso al presidente Plutarco Elías Calles adoptar la efeméride como fiesta nacional. La idea de conmemorar la invasión hispánica como el “descubrimiento” de América encajaba bien con la ideología de Vasconcelos y con el proyecto político de Calles. Vasconcelos mitificó el pasado indígena para hacerlo la base de su planteamiento ideológico sobre la «raza cósmica», el cual, por cierto, compartía elementos racistas con los fascismos europeos que tanto admiró. Todo ello, mientras como secretario de educación promovía políticas de asimilación cultural y destrucción de las lenguas indígenas.
Calles, por otra parte, buscaba apuntalar la formación de un nacionalismo moderno. Esta era una necesidad imperativa para la nueva clase dirigente de un país que durante poco más de una década había estado inmerso en conflictos y guerras intestinas. Para pacificar al país y terminar de formar el estado posrevolucionario se requería que las clases y grupos sociales que habían estado en disputa ahora se imaginaran y sintieran parte de una única macrocomunidad nacional.
En este sentido, era útil la adopción del “Día de la Raza” porque, a nivel ideológico, promovía la noción de que todas y todos los habitantes de México compartían un mismo origen. La efeméride y el mito que sostenía tenían, además, la ventaja de afincar al mestizaje como el lazo de unidad en un país pluriétnico. Así, todas y todos resultábamos descendientes de españoles que se “mezclaron” con las poblaciones indígenas.
El resultado era la asimilación de las cultura indígenas, es decir, su integración subordinada a un proyecto de nación en el que su riqueza y diversidad se diluían o se reducían a elementos de folclor. Los pueblos indígenas reales, por otra parte, continuaban siendo reducidos a la ignominia, la explotación y el despojo.
La efeméride se adoptó sin reflexión crítica, como una mitificación triunfalista del «encuentro» de dos mundos. Se asumió el discurso colonial de las clases dominantes ibéricas, que destacaba los intercambios en áreas como la arquitectura, la botánica y la medicina. Pero se desatendió el violento proceso de dominación y la negación de las formas de vida de los pueblos originarios.
Afortunadamente, esto es algo que las generaciones contemporáneas hemos ido teniendo cada vez más presente. El culto masivo a la dominación española ha desaparecido. No obstante, aún falta mucho camino por andar. Entre las élites educadas en familias de oligarcas, el hispanismo aristocrático sigue siendo una reivindicación.
Por otra parte, el juicio popular hacia el proceso de conquista aún se expresa en los términos de una herida colonial. Se enfilan las baterías contra “España” y “los españoles” y se les acusa de todos los males. No se reflexiona que la invasión colonial fue, en principio, un proyecto de las clases dominantes ibéricas de la época para enriquecerse y que en nada benefició a los miles de siervos españoles del campo y la ciudad que continuaron siendo tan pobres y explotados como antes.
Persiste, además, una doble moral sobre la cuestión indígena en las sociedades contemporáneas. Mientras las mitificaciones del pasado gozan de amplia popularidad (el águila y la serpiente, el Día de Muertos, etc.), a las comunidades contemporáneas se les sigue explotando y negando derechos básicos. No solo se les obliga a trabajar en condiciones precarias para alimentar al país, sino mediante el rasero de la pobreza se les empuja ahora a migrar a los campos agroindustriales de México y Estados Unidos, donde se convierten en mano de obra barata para sostener negocios multimillonarios.
Pese a todo, deciamos un cambio de mentalidad se va abriendo paso. Esto no es fortuito, sino resultado de los múltiples lazos que vinculan al México de abajo con el México profundo. También, a la lucha de los pueblos por sus derechos. Esta batalla por el territorio, la autodeterminación y la memoria histórica ha impactado profundamente en México y el mundo.
Se trata de un proceso que encuentra su primera expresión moderna en la lucha de los indígenas campesinos pobres durante la Revolución, principalmente dentro de las filas del zapatismo. Pasa también por casi todos los movimientos armados de la segunda mitad del siglo XX y tiene una de sus manifestaciones más recientes en el levantamiento neozapatista de 1994.
Estas experiencias han sido transmitidas a través de mecanismos sociales de preservación de la memoria colectiva, como la historia oral, los corridos y las leyendas. Es una historia de los de abajo que nos permite a las generaciones contemporáneas profundizar nuestra visión del pasado y extraer lecciones valiosas para el presente. Gracias a esa transmición de memoria popular, las investigaciones comprometidas y una mayor politización de la población, cada vez se le resta mayor valor simbólico las reivindicaicones coloniales como la del «Día de la Raza».
Durante octubre de 1992, en el marco de los 500 años del arribo de Colón a América, se desataron en todo el continente muestras colectivas de desagrado. Se comenzó a elaborar una crítica social sobre la Conquista y la Colonia, se derrumbaron estatuas de los coloizadores e incluso se propusieron contraefemérides. Dos años después, justo en el momento cumbre del capitalismo neoliberal, cuando parecía no haber más alternativa, vino el levantamiento neozapatista en Chiapas a desafiar el modelo de explotación y opresión vigente a nivel mundial.
Debido al acecho del Estado mexicano, el incumplimiento de los Acuerdos de San Andrés y los errores de la dirigencia del EZLN, el movimiento se replegó en sus comunas neozapatistas. Sin embargo, su ejemplo fungió como el banderazo de salida de un nuevo ciclo de lucha de los pueblos y las comunidades indígenas del mundo. Una lucha que ha encontrado eco lo mismo entre la Tribu Yaqui, el Pueblo Mapuche, la Nación de Éire, el Pueblo Palestino y la Comunidad Makua. También ha sido bien recibida entre sectores avanzados de la clase trabajadora mundial y un sinfín de organizaciones de izquierda.
Con ello, la lucha por el reconocimiento de los pueblos indígenas ha continuado resonando en la conciencia colectiva de muchos. Inlcuso, comenzó a tomar relevancia entre organismos internacionales y gobiernos. En 2002, el gobierno de Hugo Chávez decretó el 12 de octubre como Día de la Resistencia Indígena, mientras en Bolivia, el gobierno de Evo Morales lo renombró el Día de la Descolonización.
En México, durante el sexenio pasado, Andrés Manuel López Obrador creyó prudente invitar a Felipe VII, jefe de estado de España, a celebrar un acto conjunto donde ambos gobiernos ofrecieran una disculpa simbólica a los pueblos indígenas por la violencia del periodo de conquista. La respuesta del monarca fue guardar silencio y filtrar la carta a los medios españoles. Obrador, en respuesta, lo denunció publicamente y mandó “al congelador” las relaciones diplomáticas con España y la cuestión indígena paso a segundo termino.
Sin embargo, en uno de sus últimos actos como presidente, Andrés Manuel retomó el tema. Firmó la aprovación de una reforma al artículo 2° constitucional que tiene por objeto reconocer como sujetos de derecho público a los pueblos indígenas y afroamericanos. Esta reforma, además de ser una de sus promesas de campaña, se presentó como el resultado de un proceso de consulta, cabildeo y negociación que varias organizaciones y agentes impulsaron desde 2019, a través de 52 foros regionales en los que participaron unas 27 mil personas.
La reforma reconoce derechos importantes en materia de autogobierno, educación intercultural, medicina tradicional, así como preservación y desarrollo de los idiomas vernáculos. Todos ellos elementos importantes del derecho a la autodeterminación. No obstante, para sorpresa de los participantes en los foros, el texto final entregado al Congreso dejó de lado derechos básicos y mecanismos concretos de aplicación. Uno de estos derechos omitidos es el conserniente al territorio.
Este derecho es fundamental porque el territorio es la base material donde la autodeterminación se ejerce. Siguiendo las fuentes internacionales (Convenio 169 de la OIT y Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas), este derecho se refiere al reconocimiento y la protección para garantizar, sobre cualquier otro interés (económico o político), la posesión, el resguardo y el usufructo de los territorios en los que las colectividades indígenas sobre ldesarrollan sus vidas.
Lo que en el caso de México implicaría, como mínimo, además de modificar el 2° constitucional, echar abajo la contrarreforma salinista al artículo 27 constitucional de 1992. Pero, todo esto falta hasta ahora en la reforma promovida.
El reconocimiento jurídico de ciertos elementos de autodeterminación, sin brindar los mecanismos para su ejercicio, es un gesto loable, pero de repercusiones prácticas restringidas. Los gobiernos de la 4T necesitan entender que las comunidades y los pueblos indígenas no precisan gestos de monarcas, letras muertas en la Constitución o ser incluidos en los rituales de poder de la “entrega del bastón de mando”. Sus demandas históricas tienen que ver con los medios concretos para ejercer los derechos que sistemáticamente se les han negado.
A 533 años del inicio del proceso de conquista, el pueblo trabajador mexicano tiene la oportunidad de solidarizarse con sus hermanas y hermanos indígenas de clase. La movilización organizada para presionar al nuevo gobierno de Claudia Sheinbaum para que se promueva una reforma que verdaderamente atienda las demandas del movimiento indígena es uno de los caminos a tomar. Ojalá no perdamos la oportunidad de hacerlo. Solo entonces, apologías al racismo y la asimilación, como el “Día de la Raza”, perderán lo que les queda de fuerza simbólica y relevancia.