Hay heridas que nunca cierran, que se quedan abiertas en el aire de la existencia, como gritos que no se escuchan. Andamos, los dañados, por calles que otros recorren sin ver las grietas, los trozos de alma esparcidos por el suelo. Llevamos dentro daños que son cicatrices en nuestras vidas, en nuestras familias, en cada abrazo que tememos dar.
¿Cómo decir que la ayuda es urgente cuando el mundo parece sordo a los susurros de los fracturados? ¿Cómo explicar que cada persona quebrantada es un universo en ruinas, que cada relación desgarrada es un mapa de caminos que no llevan a ninguna parte?
Las heridas nos definen, pero también nos unen en nuestra búsqueda de sanación. Necesitamos manos que no solo toquen, sino que sostengan; necesitamos oídos que no solo oigan, sino que escuchen. Las vidas, las familias, los amores que parecen irremediablemente dañados claman por una chance más, por un momento de comprensión, por un susurro de esperanza.