Por Carla Huidobro
En el bar de la esquina, entre el humo de un cigarrillo y el olor a cerveza, se teje la historia de aquellos que llevan el trauma a cuestas como una chaqueta vieja. Hablan roto, en trozos de memorias que se deslizan entre tragos amargos y suspiros. El lenguaje, ese puente tambaleante entre el abismo del yo y el vasto mundo, se convierte en la arena donde luchan, buscando dar sentido a lo que les ha desgarrado por dentro.
Es curioso cómo, en la articulación de sus tormentos, se revela la naturaleza esquiva del trauma: fragmentos de historias que no encajan, palabras que esquivan la realidad porque enfrentarla de lleno sería caer en un abismo sin fondo. Algunos, en su hablar, evitan los detalles, como quien esquiva las grietas de una acera no por superstición, sino por miedo a lo que puede surgir de ellas. Es una danza macabra con sus propios fantasmas, un intento de mantener a raya los recuerdos que arden como alcohol en heridas abiertas.
Hay algo curiosamente hermoso en este proceso desgarrador. En la narración de sus penas, en ese acto de arrancar pedazos de sí mismos para exponerlos bajo luces crudas, hay un camino tortuoso hacia la sanación. El lenguaje, esa herramienta que parece fallarles cuando más lo necesitan, se transforma en su salvación, en su terapia. Narrar su dolor es reclamar su historia, es convertir la pasividad del sufrimiento en una acción, en un desafío lanzado a la cara del mundo.
La comparación de sus relatos, esas historias contadas en esquinas de bares o en el silencio de una habitación solitaria, desvela no solo las cicatrices individuales, sino también las colectivas. Nos muestra cómo la cultura, esa gran tejedora de significados, colorea nuestras percepciones y expresiones del dolor. Nos enseña que el trauma no es solo personal, sino también una historia compartida, una herida en el tejido de la comunidad.
Reflexionar sobre el lenguaje y el trauma es reconocer el poder dual del lenguaje: su capacidad para infligir heridas y su inmenso potencial para curar. Las historias de supervivientes, esas voces que emergen desde los rincones más oscuros de la experiencia humana, son un testimonio de la indomable voluntad de vivir, de la búsqueda incansable de significado en medio del caos. Nos recuerdan la importancia de escuchar, de dar espacio a esas narrativas, porque en ellas no solo hay dolor, sino también esperanza, no solo fragmentación, sino también la posibilidad de reconstrucción. En la oscuridad de sus relatos, hay destellos de luz, de resiliencia y, quizás lo más importante, de redención.