Federico Anaya Gallardo
Te reporto, lectora, que en este noviembre de 2022 estuve en Guadalajara –pero NO en la FIL. Fui al Archivo Histórico del Estado de Jalisco (AHEJ) para verificar, como toda ciudadana y ciudadano juiciosos debemos verificar, la información que me dio el doctor Jim Fowler en su libro 1857-1861: La Guerra de Tres Años. El conflicto del que nació el Estado laico mexicano (México: Crítica, 2020). Se trata de nuestra guerra olvidada, nos dice el historiador. Poco hemos escrito acerca de ella, así que su libro llena un vacío. También sugiere alguna explicación a nuestra desmemoria. Fue el conflicto más sangriento del México Independiente —razón bastante para borrarlo como mal recuerdo. Pero hay más.
Aclaración: “aparato crítico” es el conjunto de fuentes que sustentan lo que un autor alega en su texto. Son las notas (a pie de página, al fin de capítulo, o a fin de texto) y la bibliografía. Las fuentes mencionadas permiten a la persona lectora hacer la crítica del texto que acaba de leer. Tú, lectora, no tienes por qué creerme a pie juntillas lo que te expongo. Yo te digo de dónde saco mi información y tú puedes ir a verla directamente. Luego de esta verificación regresas a mi texto y podrás opinar si leí bien o mal mis fuentes.
Algunos aparatos críticos pueden ser más bien crípticos y complican seguirle la pista a las fuentes de los autores. El aparato crítico de Fowler es bueno y me dio una buena guía. El AHEJ aparecía allí a cada rato. Así que me lancé a la Perla de Occidente para revisar alguno de los documentos que mencionaba.
Las notas de Fowler son exactas y permiten la verificación. Por otra parte, el AHEJ (su edificio en la foto) tiene bien organizados sus acervos y presta eficientemente sus servicios. Aparte de la consulta, tuvimos la suerte de que el staff nos ofreciese una visita y nos mostrase ejemplos de su trabajo de preservación e investigación. Agradezco al subdirector Héctor Palacios Mora y a la catalogadora Ana Maritza Sánchez Plascencia sus atenciones. Una felicitación al director Luis Eduardo Romero Gómez. (Ya te contaré, lectora, de algunas cosas fascinantes que aprendí con ellos.)
A Fowler le interesa descubrir las causas de la radicalización que llevó a la guerra civil. Para 1854, cuando estalló la Revolución de Ayutla, México llevaba treinta años de grave inestabilidad política causada por la polarización entre liberales y conservadores. Pero la oposición entre ambas corrientes nunca había desencadenado una hecatombe como la que sufrimos luego de 1858.
Pedro Salmerón Sanginés retrata la “mediatinta” del debate previo entre liberales y conservadores en su novela El fundador de California (Ithaca, 2022). Su personaje, Jáuregui, es un entusiasta joven agente del Doctor Mora y de Gómez Farías durante el intento de reforma de 1833 –pero cuando las cosas empiezan a complicarse los dos prohombres prefieren ser prudentes y lo sacan de circulación. La indecisión de ambos les costaría el poder, cuando Santa Anna traicionó a los liberales federalistas. Pero el cambio al centralismo conservador no les costó la vida. El poder personalista de Santa Anna significaba “nada para nadie” y un letargo permanente.
Otro ejemplo de la “mediatinta” es que los conservadores aborrecían el federalismo pero siempre reconocían algún tipo de asambleas en las entidades (a las que no llamaban “Estados” sino “Departamentos”). ¿Por qué? Porque esas asambleas eran el espacio de poder de las élites regionales que querían preservar los reaccionarios.
¿Qué hizo que los contendientes en la guerra civil de 1858-1861 se volviesen intolerantes y se fusilasen los unos a los otros de modo sistemático? El debate adquirió elementos intolerantes en ambos lados de la trinchera. Por un lado, se purificaron las ideologías de los contendientes. Por otro, el debate se popularizó. Fowler nos dice: “La fractura social envenenó las relaciones entre el clero y las autoridades civiles, entre puros y moderados, entre pueblos rivales, vecinos de la misma calle, del mismo barrio, incluso entre los miembros de una misma familia” (p.129). En el capítulo 3 (sobre el Plan de Tacubaya) del libro, el historiador presenta varios ejemplos de lo anterior. Fui al AHEJ a revisarlos. Hoy te comento de dos, a partir de las notas 28 y 32 del capítulo 3.
Expediente 6723.- (Primer folio, en la segunda foto.) En mayo de 1857 un cura de Sayula, Ignacio Carrión, negó la confesión en artículo de muerte a un enfermo grave (pulmonía) porque este, Jesús Arreola, había sido el ejecutor en la localidad de la Ley Lerdo –que ordenaba la venta de bienes inmuebles de la Iglesia (desamortización). Según el cura, aplicar esa ley “causó á la Yglesia” muchos males. Por tanto Arreola debía retractarse y compensar económicamente a la Iglesia. Peor, el sacerdote exigía que el moribundo Arreola le entregase “los poquísimos bienes que le quedan y que podrían servir para la subsistencia de su infeliz familia”. Aún peor, el cura pretendía que la familia de Arreola quedase, al morir éste, “á disposición del Yllmo [Ilustrísimo] Obispo para que con su trabajo personal coadyube al espresado requerimiento”. Cuando Arreola finalmente murió, Carrión le negó la sepultura. (Mantengo la ortografía del manuscrito original y abro las abreviaciones).
La familia Arreola se quejó ante el juez local, J.M. Calva (o Colsa) quien opinaba que procedía “la aprención del falso Apóstol de Jesucristo que hipócrita y nesiamente há abusado de su ministerio sacerdotal”. Sin embargo, Calva temía “dar un paso imprudente que alterase tal vez el órden público, pendiente de un suceso que há alarmado á las consiencias”. Por eso remitió su averiguación al gobierno jalisciense –aclarando que en su opinión el cura Carrión actuaba por instrucciones “del Cura párroco de este lugar y aún de su mismo Diocesano” (el obispo de Guadalajara).
El juez Calva de Sayula era un hombre de opiniones fuertes e informadas. Se oponía a “nuestro degenerado Clero”, cuyos “infames abusos” habían traído “llanto y discordia en las familias” arriesgando “el alma de los moribundos y derramando un veneno letal en nuestra sociedad que se resiente aun de los enraizados vicios del fanatismo y de la fatal educación que recibió”. Acusaba que los abusos clericales buscaban subvertir al gobierno “y provocar á la reacción y al asesinato como en los tiempos de Carlos IX” –el rey francés bajo cuyo gobierno los católicos masacraron a los protestantes en la Noche de San Bartolomé (24 de agosto de 1572).
Expediente 6706.- Fowler reporta que “desde el púlpito muchos feligreses se encontraron con que su párroco de siempre, su entrañable padre confesor de toda la vida, predicaba ahora “contra las personas [liberales del pueblo] que le son odiosas designándolas con sus nombres y apellidos, y contra el Supremo Gobierno cuyas disposiciones califica de heréticas” (p.129). Su fuente es un largo expediente de 1857 que relata los agravios de Ramón Rodríguez, vecino de Santa María de los Ángeles –la última población antes de entrar a tierras de Zacatecas. Rodríguez se queja del cura de Colotlán, Andrés López de Nava por haberle golpeado y tener una conducta reprobable.
Al parecer Rodríguez y López se encontraron en la plaza de Santa María y el primero no se quitó el sombrero, por lo cual el segundo lo agarró a golpes. Es probable que el cura haya usado un bastón, pues el “facultativo” que examinó a Rodríguez reportó que este tenía la cabeza descalabrada, “cuatro verdugones” en la espalda y moretones menores en un brazo. El agraviado declara, en oficio al gobernador liberal, que él bien habría podido responder al golpeador; pero que el jefe político le recomendó proceder conforme a la ley. De hecho, se gastó unos siete reales en papel sellado para conseguir diversas “certificaciones”. Una, en la que consta el dictamen del médico facultativo, le costó un real (más lo que le haya cobrado el galeno).
¿Quién era ese cura? De acuerdo con la ficha biográfica que se incluyó en el segundo tomo de la Enciclopedia histórica y biográfica de la Universidad de Guadalajara (La confrontación de la Universidad y el Instituto, 1821-1861), Andrés López de Nava había nacido en 1808. Es decir, tenía 49 años cuando golpeó a Ramón Rodríguez en la plaza. Era un hombre colérico. Su contemporáneo, Agustín Rivera, recordaba que “era de alta estatura, de cuerpo gallardo, membrudo, blanco, de hermoso rostro. Doctor en Teología, de instrucción superficial en varias materias, orador mediano, pero era escuchado con agrado por su claro talento, fácil palabra y excelente elocución (lo oí predicar), muy audaz, de genio socarrón, tremendo escritor público y muy afecto a tertulias, a vestir con lujo, a la buena mesa, al juego de naipes, a mirar todas las cosas por su lado ridículo, a los buenos caballos, a las buenas armas de fuego, al lenguaje de la plebe y a dar buenas bofetadas”. (Liga 1.)
Hay más. Cuando en 1835 López de Nava (27 años) terminó sus estudios en Guadalajara y decidió ordenarse sacerdote, no había obispos en México, así que cabalgó hasta Tampico, se embarcó a Nueva Orleans y recibió allí la consagración sacerdotal. Ganó el curato de Colotlán en un concurso de oposición y mantuvo su plaza contra viento y marea. Podemos imaginarlo como violento defensor de los derechos del clero. Pero sus aficiones sibaritas también denotan a un hombre de mundo (por eso Rodríguez lo denuncia por escandaloso). De nuevo, su contemporáneo Rivera nos reporta que “como aquel hombre no tenía rey ni roque, a la hora que se le antojaba y con algún pretexto se iba a pasear a Guadalajara y a México, donde tenía muchos contertulianos y gastaba muchos pesos [en el juego de los naipes].”
De hecho, López de Nava fue electo diputado federal por Jalisco en 1845, en la víspera de la Guerra con EUA. Iniciadas las hostilidades, López de Nava seguía en la capital federal y vendió su firma para el expedir la Ley sobre bienes de manos muertas que expidió Gómez Farías –por segunda ocasión al frente de la Administración Federal. Otra vez, los afanes reformistas de Gómez Farías quedaron en nada. Cuando López de Nava regresó a Guadalajara escribió una retractación pública para demostrar su lealtad a la Iglesia conservadora (pues el obispo amenazaba con quitarle su curato en Colotlán). Ese era el hombre que golpeaba ciudadanos en Santa María de los Ángeles en 1857.
Sayula está en el centro de Jalisco, a medio camino entre Guadalajara y Colima. Santa María está en la región norte y hace frontera con Zacatecas. Los curas denunciados en ambas regiones nos muestran un patrón: miembros de una élite cuyo interés esencial es mantener sus privilegios económicos y sociales. Si para lograrlo deben humillar o agredir a sus feligreses, no les importa. Se justificarán señalando que defienden el orden institucional. Pero esos actos destruyeron la legitimidad de ese orden. Ya vemos por qué se desataron las furias sociales en la Guerra de Reforma.
Escogí casi al azar dos citas del libro de Fowler. En los dos expedientes encontré una multitud de datos extras. ¡Qué dolor debe causar a los historiadores no poder usar todo el material disponible! Pero también para esto sirve el aparato crítico: para que las y los ciudadanos comunes continuemos la lectura y reflexionemos más profundamente.
La semana que viene regresaré a las víctimas de los curas de Sayula y Colotlán, porque si estos son el retrato concreto del Viejo Régimen, aquéllas son el anuncio del Nuevo Régimen liberal que estaba naciendo en 1857.
(Agradezco a Claudia Mendiola Camacho su apoyo en esta primera expedición archivística.)