Federico Anaya Gallardo
Se dice que algo está “a medias tintas” cuando no asume una posición definida, concreta ó definitiva. El diccionario de los hablantes de Castellano que aún tienen rey, allá en Madrid, nos informa que las medias tintas son hechos vagos ó nada resueltos, que revelan precaución ó recelo. Con esta expresión regresamos, lectora, al tema de títulos y cédulas profesionales. En este especio ya hemos repasado la extraña historia que separó, en nuestro país, ambos documentos. (Revisa mis entregas del 30 de Enero y del 6 de Febrero de 2023 en este espacio.) Un resumen telegráfico sería: en el sistema educativo original (Constitución de 1857) el título siempre se expedía por la autoridad pública (presidente y gobernadores) é implicaba autorización para el ejercicio profesional. En los 1920s y 1930s, luego de los debates entre gobiernos (de Izquierdas) y universidades autónomas (de Derechas), estas últimas quedaron autorizadas para emitir títulos –pero los gobiernos expedirían una cédula (patente, autorización, licencia) para el ejercicio profesional. (Uso el plural porque esos debates ocurrieron en todas las entidades federativas y a nivel federal.) En 1945, este esquema se fijó con nitidez en la primera de las 32 posibles leyes de ejercicio profesional, que expidió “para el Distrito y Territorios Federales” el congreso general en su papel de legislatura estadual.
Ahora bien, si analizamos con atención esa ley de 1945 y el reglamento que para la misma expidió el 1 de Octubre de 1945 el presidente Manuel Ávila Camacho, encontraremos detalles interesantes. El primero es una anécdota relevante. El “Reglamento de la Ley de Profesiones de 1945” se publicó en el Diario Oficial de la Federación el mismo día que el decreto que levantó la suspensión de garantías impuesta el 1 de Junio de 1942, al entrar México en la segunda guerra mundial. El artículo primero de ese decreto indicaba que “se restablece, por tanto, el orden constitucional en toda su plenitud”. Durante la guerra, el avilacamachismo había aplicado una política de unidad nacional ante el peligro extranjero y, aunque la suspensión de garantías fue relativamente benigna, se acallaron los agrios debates entre Derechas é Izquierdas.
Aterricemos todo lo anterior en la Universidad Autónoma de México. (Recuerda, lectora, que así se llamaba la UNAM en 1945, porque regía la ley de 1933 que le dio plena autonomía pero le quitó lo “nacional”.) El 18 de Junio de 1942 –es decir, 17 días luego de entrar a la guerra mundial y ya bajo el Estado de Excepción constitucional– un Consejo Universitario dividido (en la sesión sólo había 112 de los 257 consejeros, el 43%) eligió rector a Rodulfo Brito Foucher –a quien se acusaba de quinta columna fascista. A esa sesión asistieron como “invitados” los exrectores Ezequiel A. Chávez, José Vasconcelos y Manuel Gómez Morín. Recuerda lectora: Vasconcelos publicaba Timón con dinero del Reich; el PAN de Gómez Morín se alineaba con las potencias del Eje.
Hagamos el esfuerzo de revivir aquél momento (Junio de 1942). Las escuadras del Imperio Japonés y los EUA se acaban de enfrentar en Midway. Victoria aliada, pero los japoneses siguen amenazando las Américas: un submarino nipón bombardea un faro canadiense en la Columbia Británica. Los U-boot infestan el circuncaribe. Rommel avanza imparable en África del Norte. Los nazis bombardean Sebastopol en Crimea y la Luftwaffe hunde barcos de guerra soviéticos en el Mar Negro. Empieza el avance nazi contra el Cáucaso. Inglaterra teme que la URSS colapse. El premier collabo en Francia, Pierre Laval, declara a la radio francesa: “Je souhaite la victoire de l’Allemagne, parce que, sans elle, le bolchevisme demain s’installerait partout” (Deseo la victoria de Alemania porque, sin ella, el bolchevismo se instalaría mañana en todas partes). El pueblo de Lídice en Checoslovaquia es arrasado por los nazis en venganza por la ejecución de Reinhard Heydrich. El antiguo pueblo nahua de San Jerónimo Aculco (Contreras, Distrito Federal) es rebautizado San Jerónimo Lídice en solidaridad con los héroes antifascistas.
Resumen: en ese momento, cualquiera de los dos bandos podría haber ganado la guerra mundial. Y así las cosas, la UNAM invitó a sus exrectores tradicionalistas para elegir al pro-fascista Brito Foucher.
Tres años más tarde, a principios de 1945, la victoria aliada es un hecho. El Estado mexicano restablece el orden constitucional en toda su plenitud. Es decir, ya no habrá dudas ni se cuestionarán las victorias revolucionarias de 1917 y el incipiente Estado de bienestar serán aceptados por todas y todos en nuestra República (el IMSS se fundó en Enero de 1943). El rectorado de Brito Foucher se había desmoronado y los tradicionalistas universitarios, liderados por Antonio Caso redactan –junto con el gabinete avilacamachista– una nueva ley orgánica que le devuelve lo “nacional” a la universidad. La UNAM retorna al regazo del gobierno como corporación pública/organismo descentralizado del Estado. Los universitarios recibirán permanentemente dinero público para sostenerse y se beneficiarán de grandes obras. El diseño de la Ciudad Universitaria en Coyoacán empezó en 1946.
Esta era la correlación de fuerzas en la que nacieron en 1945 la “Ley de Profesiones” y la “Ley de la UNAM”. Los antifascistas ganamos la guerra. Vasconcelos y Gómez Morín la perdieron. Aunque a los universitarios tradicionalistas les moleste, hay que recordárselos: la universidad es un organismo descentralizado del Estado y por lo mismo –pese a su compleja autonomía académica y funcional depende del gobierno republicano. Debe dar cuentas al Congreso de la Unión del uso de los dineros públicos que recibe; debe cumplir las leyes de transparencia y derechos humanos; y –last but not least– está sujeta a una benigna y respetuosa vigilancia de la autoridad educativa federal.
Con estos ojos, demos un paseo por el Reglamento avilacamachista del 1 de Octubre de 1945.
El artículo 5 del Reglamento establece que “para que las escuelas de enseñanza profesional puedan admitir a un alumno como numerario, deberán cerciorarse que cursó los estudios previos que exige el artículo 8º de la Ley, y dejar constancia de ellos en sus archivos. La inscripción de un alumno como numerario en una escuela profesional del sistema educativo nacional hace presumir, salvo prueba en contrario, que cursó los estudios previos aludidos. Esa presunción no obliga a la Dirección General de Profesiones, la cual está facultada para pedir, en todo caso, las pruebas complementarias o directas de la veracidad de esos estudios.”
Me interesa la presunción de que el alumno inscrito cursó los estudios previos. Se trata de un derecho a favor del conocimiento y de la persona-estudiante. Si mi escuela profesional me matriculó, todo mundo debe presumir que he tengo los conocimientos necesarios para estudiar una licenciatura (ó estudios de posgrado). Lo extraño es que esta presunción NO obliga a la DGP. El reglamento avilacamachista autoriza a la DGP a comprobar la situación específica. La interpretación usual de esta norma es que la SEP federal necesitaba atribuciones para revisar lo que las universidades particulares hacían. Pero la regla también aplicaba a la UNAM… y a todas las escuelas profesionales (incluido, por ejemplo, el IPN).
El artículo 6 del Reglamento de 1945 decía: “La falta de cumplimiento a la obligación impuesta en el artículo que antecede, sujeta a la escuela y a sus funcionarios responsables de las sanciones que establece la Ley Orgánica de la Educación Pública [de 1941], independientemente de las que les correspondan conforme a la ley penal”. Esta norma nos da una idea del gran poder que se confirió a la autoridad educativa gubernamental en el diseño avilacamachista. Sin embargo, hay que aclarar que las sanciones mencionadas eran sólo para escuelas particulares que obtenían cualquier tipo de autorización para impartir estudios –así que nunca fue aplicable a la universidad –ni siquiera cuando no era “nacional” (1933-1945). En 1975 este artículo fue derogado, entre otras cosas, porque la Ley de 1941 había desaparecido.
Mencioné el ya derogado artículo 6 para ejemplificar la noción de superioridad administrativa de la norma avilacamachista. La UNAM de nuestros días debería recordar estos antecedentes porque sigue vigente en su totalidad el artículo 5 del Reglamento de 1945: la DGP federal no tiene por qué presumir verdaderas las razones que tuvo la UNAM para inscribir a una persona en su matrícula.
Del mismo modo, la DGP federal no está necesariamente obligada a creer todo lo que la UNAM diga acerca de sus estudiantes: si cursaron ó no cursaron las materias del plan de estudios; si cumplieron ó no cumplieron prácticas profesionales; si acreditaron ó no acreditaron el servicio social;… ó si cumplieron ó no cumplieron los requisitos para titularse. En teoría, el sistema avilacamachista permite a la DGP federal dudar sistemáticamente de lo que la UNAM hace.
Por supuesto, esa duda sistemática no ha sido la costumbre de la DGP federal. El arreglo político que reconcilió a las élites de la UNAM con el gobierno federal en 1945 incluyó un alto grado de deferencia a los actos universitarios. Esta deferencia estuvo presente incluso en épocas más complicadas. El gobierno federal no tenía muchas escuelas profesionales (el IPN acababa de nacer), así que la Ley Orgánica de la Educación Pública de 1941 preveía que para revalidar estudios superiores realizados en el extranjero se requería un dictamen firmado por “autoridades universitarias del País”. ¡Pero atención!, el acto de revalidación era de la autoridad gubernamental.
Las autoridades de la UNAM, que en el Caso Esquivel Mossa han actuado con tantas medias tintas, deberían recordar que el aparato normativo federal sigue conteniendo esta preponderancia ó superioridad administrativa del avilacamachismo. Dice muy mal que sea tan fácil romper las normas de titulación en la “máxima” casa de estudios. ¿Por qué debería la SEP federal seguir presumiendo verdad todo lo que dice la UNAM? El oficio de la secretaria Leticia Ramírez Amaya devolviendo el caso a la universidad es una oportunidad para mostrar la seriedad con que se comportan esas autoridades universitarias. Ojalá la aprovechen.