Rutinas y quimeras
Clara García Sáenz
He leído y escuchado infinidad de notas periodísticas desde la muerte de Benedicto XVI, y no deja de sorprenderme la estulticia humana, el nivel de ignorancia, la percepción vana y el juicio superficial que la mayoría ha hecho sobre este acontecimiento histórico de la Iglesia católica. Expresiones que van desde “la sorpresiva muerte del Papa emérito” hasta la “rivalidad de los dos Papas”, pasando por “El Papa nazi” y “el hombre que fracasó como Papa”.
Sin duda, su dimensión como un hombre de su tiempo, lo coloca en una incomprensible tesitura imposible para medir su trascendencia, importancia e influencia en este mundo secularizado; donde todo se mide por lo superficial, por lo inmediato, por lo que se ve y por lo material; por el poder, el rumor y el dinero.
Llegó al papado en la difícil circunstancia de sustituir la imagen alegre, moderna, popular de Juan Pablo II. Y aunque muchos fieles no sentían la misma simpatía por él por su rostro inexpresivo, su actitud callada y su voz baja y pausada, supo callar a las multitudes con un gesto para que las celebraciones eucarísticas masivas no se convirtieran en un show de aplausos y porras para él, sino por el contrario esas mismas ovejas se encontraran con Dios en el silencio.
Rasgos juguetones como sus zapatos rojos o su capa navideña, suavizaban la inquisidora mirada de un mundo que no se cansó de acusarlo de conservador. Pocas veces los medios se ocuparon de hablar de sus grandes talentos: ser el más importante teólogo de la Iglesia católica de los últimos tiempos; experto en latín y griego, escritor prolífico y excelente ejecutante de piano.
Su obra más importante es sin duda “El catecismo de la Iglesia Católica”, un documento fundamental para entender la práctica religiosa vigente y que es sin duda el texto más consultado por los católicos después de la Biblia.
El libro “Fe y razón” es una de las curiosidades académicas producto de un debate que en la década de los 90 sostuvo con su compatriota Jürgen Habermas con quien compartía la preocupación por un entendimiento en las bases morales del mundo. El diálogo entre la razón ilustrada y la tradición católica, por un lado, con el filósofo más importante de los últimos tiempos, heredero de la Escuela de Frankfurt y por el otro, del teólogo más influyente de la Iglesia católica y prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Rafael Narbona escribe al respecto: “Para el filósofo, la verdad es fruto del acuerdo; para el teólogo, una realidad objetiva que no puede estar sujeta al consenso.
A pesar de esta discrepancia, los dos se pronunciaron a favor del diálogo como un canal irrenunciable para alentar la reflexión autocrítica”. “El diálogo entre Ratzinger y Habermas es un motivo de esperanza, pues evidencia que el entendimiento es posible en una sociedad libre y plural. La fe y la razón pueden convivir, enriqueciéndose mutuamente.”
La incomprendida renuncia al papado en un mundo amante del poder, encuentra explicación en la otra cara de la moneda cuando la humildad, la sencillez, la oración y su profunda espiritualidad dan las respuestas más rotundas para entenderla.
Al hablar de la «nueva evangelización» Ratzinger señalaba que “en las sociedades secularizadas, había que evitar la tentación de la impaciencia, la tentación de buscar inmediatamente grandes éxitos, de buscar grandes números». Porque éste «no es el método de Dios». «No buscamos audiencia para nosotros mismos, no queremos aumentar el poder y la extensión de nuestras instituciones, sino que queremos servir al bien de las personas y de la humanidad dando espacio a Aquel que es la Vida».
Finalmente escribe en el 2006 su testamento que se hizo público apenas se supo de su muerte, del que poco se ha comentado, tal vez por no ser tan sencillo de entender. En él manifiesta sus tres grandes convicciones: su fe inquebrantable, la lucha por la verdad más allá de la razón científica y la gratitud hacia los demás: “¡Manténganse firmes en la fe! ¡No se dejen confundir! A menudo parece como si la ciencia -las ciencias naturales, por un lado, y la investigación histórica (especialmente la exégesis de la Sagrada Escritura), por otro- fuera capaz de ofrecer resultados irrefutables en desacuerdo con la fe católica. He vivido las transformaciones de las ciencias naturales desde hace mucho tiempo, y he visto cómo, por el contrario, las aparentes certezas contra la fe se han desvanecido, demostrando no ser ciencia, sino interpretaciones filosóficas que sólo parecen ser competencia de la ciencia.”
En su ceremonia fúnebre, los fieles gritaron “Santo sumo”; es decir, una petición para que su beatificación comience de inmediato, que tal vez vendría
acompañada de su nombramiento como Doctor de la Iglesia.
Ahora, mientras su cuerpo descansa en los subterráneos de la basílica de San Pedro, su pensamiento teológico será en gran parte el legado para una iglesia que se sostiene en el secular mundo posmoderno.
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