Federico Anaya Gallardo
En su entrevista con Carmen Aristegui, la ex-mayor Herrera nos informó que ella se había sumado, probablemente luego de 2012, a una unidad especializada en delincuencia organizada de la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA, Liga 1, minuto 4:28-4:33). Luego fue asesora jurídica de la Octava Brigada de Policía Militar (4:33-4:43) y estando en ese cuerpo fue enviada como parte del pié veterano a la Guardia Nacional. Problema: si la seguridad pública no era una función legal y propia de las fuerzas armadas, ¿por qué de existía una unidad especializada en materia de crimen organizado dentro del Ejército? ¿Sigue existiendo? ¿Debería existir en el futuro?
En varias ocasiones, tanto en este espacio como en La Jornada San Luis, he señalado que las fuerzas armadas mexicanas llevan muchas décadas realizando tareas de policía… y que si somos serios y sistemáticos, podríamos argumentar que lo han hecho desde el siglo XIX. ¿Por qué nosotros (la sociedad civil) no lo habíamos notado? En el Reglamento General de Deberes Militares (RGDM) de 1937 hay una pista. El artículo 28 del Reglamento prohíbe “a todo militar, desempeñar funciones de policía urbana o invadir las funciones de ésta, debiendo prestar su contingente sólo en los casos especiales en que lo ordene la Secretaría de Guerra (hoy SEDENA)”.
La norma parte de una separación entre espacio urbano y espacio rural que aún existe, pero que significa cosas distintas en 1937 y 2022. 85 años no pasan de balde. De acuerdo al censo de 1940, hace ocho décadas la República contaba con 19.8 millones de habitantes, de los cuales sólo 27% vivían en ciudades (5.2 millones) y 73% vivían en áreas rurales (14.6 millones). (Liga 2.) Si el RGDM habla de “funciones de policía urbana” –en las cuales el personal militar NO debía intervenir salvo “casos especiales”– ¿quién realizaba las funciones de policía rural? Esto lo analicé para Rompeviento TV en mi artículo “La palabra territorio” siguiendo los descubrimientos del académico Mariano Sánchez-Talanquer, que en 2019 estaba en el CIDE y hoy es parte del claustro del Colegio de México (Colmex). La función de policía estaba a cargo de los Cuerpos de Defensa Rural (CDRs) que son unidades militares encuadradas dentro de la organización territorial del Ejército Mexicano. (Liga 3.) En otras palabras, en los 1940s, 75% de la población mexicana recibía servicios de seguridad pública a través de una estructura militar reclutada entre ejidatarios y comandada por las autoridades federales.
Correctamente, mis amigos historiadores y mis amigas antropólogas saltarán a corregirme: ¡No es lo mismo que la actual militarización! Y tendrán razón. Primero, porque los CDRs nacieron del pacto político de Reforma Agraria y movilización campesina entre millones de trabajadores del campo y el cardenismo. Cada uno de los pelotones ejidales de los CDRs era la concreción material-social de aquélla frase propagandística “entregar los máuseres para defender la tierra”. La legitimidad social de esa policía rural militar-ejidal era amplísima –aunque no unánime. El pacto cardenista permitía suprimir (sí esa es la palabra, querida lectora católica) a las organizaciones rurales opuestas al régimen (la Cristiada).
Segundo, esa natural militarización de la función de policía rural entre 1940-1990 dejó de tener sentido al agotarse la alianza social que la justificaba políticamente. Entró en crisis durante la Guerra Sucia y dieron testimonio de su desaparición la Rebelión de Año Nuevo de 1994-2000 en Chiapas y la movilización de las Autodefensas en varios Estados de 2010 a nuestros días.
Tercero, el país ya no es rural. El Censo de 2020 nos dice que somos 120 millones de personas. De ellas, viven en ciudades 79% (85.8 millones). Sólo 21% (17.5 millones) viven en áreas rurales. La población total ha aumentado seis veces, pero la urbanita se multiplicó diecisiete. Ciertamente la gran capital federal, que es cabeza de la zona metropolitana México-Toluca-Pachuca tiene 25 millones. Pero esto significa que apenas tres de cada diez urbanitas mexicanos viven en el gran centro republicano. Los otros siete se reparten de manera muy compleja en todo el territorio nacional.
Encabezan sus propias zonas metropolitanas tres viejas capitales estaduales: la de Nuevo León (Monterrey-Saltillo, 6.3 millones), la de Jalisco (Guadalajara, 5.2 millones) y la de Puebla (Puebla-Tlaxcala-Apizaco, 3.8 millones) en tres ecosistemas completamente diferenciados entre sí. Es decir, que 2 de cada diez urbanitas mexicanos son gran-regios, gran-tapatíos ó gran-poblanos.
Hay cinco grandes ciudades de la modernidad revolucionaria que hacen cabeza de sus propias zonas metropolitanas: Tijuana (2.1 millones), La Laguna (Torreón-Gómez Palacio, 1.5 millones), Juárez (1.5 millones), Mexicali (1 millón) y Culiacán (1 millón). Estas son grandes ciudades en medio de prósperos hinterlands rurales. Allí vive uno de cada diez urbanitas mexicanos.
Más interesante es el cluster (racimo) urbano del Gran Bajío. En esta región hay 14 zonas metropolitanas que juntas suman poco más de diez millones de habitantes: León (2 millones), Querétaro-San Juan del Río (2 millones), San Luis Potosí (1.2 millones), Aguascalientes (1.1 millones), Morelia (900mil), Irapuato-Salamanca (900mil), Celaya (800mil), Zacatecas (400mil), Zamora (273mil), La Piedad-Pénjamo (260mil), Guanajuato (200mil), Sahuayo (100mil), Moroleón-Uriangato-Yuriria (100mil), Briseñas-La Barca (80mil). Es decir, casi dos de cada diez urbanitas son abajeños.
Igual que Mexicali ó Torreón, cada una de las urbes del racimo Gran Bajío es centro de un hinterland rural cuyas poblaciones están cada vez más articuladas a la lógica y ritmos urbanos –y cuyo gobierno y policía no podría realizarse a través del antiguo arreglo cardenista de ciudades-civiles/zonas rurales-militares. Si recordamos, lectora, cómo esta región se ha articulado históricamente con Guadalajara, empezaremos a entender por qué los fenómenos de violencia criminal de la megalópolis tapatía tienen ecos inmediatos en el clúster abajeño, como vimos en Agosto de 2022.
Si me he extendido en la descripción de los nuevos urbanitas de México es porque su aparición y desarrollo explica por qué, en las últimas cuatro décadas, ha habido cada vez más “casos especiales” en los cuales la Superioridad ha debido autorizar a personal militar a “prestar su contingente” para funciones de policía urbana.
Y entonces se activa de un modo extraño, a contrariu sensu, en sentido contrario, ó “al revés” el artículo 29 del ya mencionado Reglamento General de Deberes Militares. Desde 1937 esta norma ordena que los militares “no intervendrán jamás en asuntos de la incumbencia de las autoridades civiles, cuyas funciones no les es permitido entorpecer”. Al contrario, se les ordena respetar las decisiones civiles y limitarse a prestar “el auxilio necesario cuando sean requeridos, siempre que reciban órdenes de la autoridad militar competente”. En mi artículo sobre las defensas rurales dije –siguiendo a Sánchez- Talanquer– que su existencia inhibió la formación de policías civiles profesionales en la mayoría de los municipios. Al perder el Estado mexicano su legitimidad postrevolucionaria durante la Guerra Sucia también perdió el control del territorio. Los espacios rurales que empezaban a articularse con las ciudades emergentes quedaron vacíos. Y ese vacío fue ocupado por el crimen. Allí la raíz de la constante solicitud de apoyo a las fuerzas federales. Y como el Ejército ya no cuenta con unidades policiales social y políticamente inculturadas (eso eran los CDRs), entonces tenemos el desastre de los militares como fuerza de ocupación cuyo entrenamiento bélico sólo exacerba las mil y una crisis de violencia.
Cierro esta nota atendiendo a la pregunta que hice al principio. La constante petición de ayuda militar por parte de las autoridades civiles para enfrentar el crimen explica por qué, antes de 2018, existía dentro del Ejército una unidad especializada en delincuencia organizada –en la que trabajó la ex-mayor y abogada Adriana Herrera.
Atención, lectora: lo anterior NO era ilegal ni inconstitucional. Desde 1996 la Suprema Corte de Justicia de la Nación había declarado constitucional la participación de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública. Lo hizo al resolver la Acción de Inconstitucionalidad 1/96 promovida por Leonel Godoy Rangel (senador del PRD) y otros. En la tesis de jurisprudencia XXVII/1996 (11 de Marzo de 1996) el pleno del máximo tribunal interpretó que el Constituyente no buscaba limitar la actuación de las fuerzas armadas en tiempos de paz a permanecer dentro de los cuarteles –que es la interpretación simplona de la sociedad civil “buena ondita” de nuestros días. A Corte encontró que era válido que los militares “puedan actuar en apoyo de las autoridades civiles en tareas diversas de seguridad pública.” Pero los ministros, por unanimidad, también decidieron que la correcta disciplina militar implicaba que las autoridades civiles debían mantener absoluta preponderancia sobre las militares. Así, aunque los militares siempre han estado autorizados a intervenir en tareas de policía, “de ningún modo pueden hacerlo ‘por sí y ante sí,’ sino que es imprescindible que lo realicen a solicitud expresa, fundada y motivada, de las autoridades civiles y de que en sus labores de apoyo se encuentren subordinados a ellas y, de modo fundamental, al orden jurídico previsto en la Constitución, en las leyes que de ella emanen y en los tratados que estén de acuerdo con la misma, atento a lo previsto en su artículo 133.”
Nota, querida lectora, que el criterio de la Suprema Corte en 1996 va en el mismo sentido que el antiguo Reglamento General de Deberes Militares de 1937 pese a las seis décadas que los separan. Si las Administraciones Zedillo, Fox, Calderón y Peña hubiesen sido serias en esta materia habrían fortalecido las estructuras civiles de análisis, estrategia y despliegue táctico siguiendo esos criterios –y habrían aprovechado mejor el contingente militar, entre otras cosas, para convertirlo en policía. No lo hicieron. Fue apenas en 2019 que la estrategia nacional de seguridad obradorista formalizó esos espacios. Hoy en día los militares de la fuerza aérea, el ejército, la armada y la guardia nacional se reúnen todos los días con las autoridades civiles municipales, estaduales y federales en cientos de mesas de paz y seguridad a lo largo del territorio nacional. Obviamente, falta mucho para asegurar que las y los civiles asuman su papel como CABEZA y MANDO de los militares.
Y no romantizo ni imagino nada raro. Los militares deberán obedecer porque conocen y respetan su normativa. ¿No les ordena su Reglamento General de Deberes Militares que “todo militar debe tener presente que tan noble es mandar como obedecer y que mandará mejor quien mejor sepa obedecer” (artículo 2)?