Cuando en los años noventa, la Secretaría de Educación Pública dio un fuerte impulso para que en toda la educación básica del norte del país se fomentaran las tradiciones mexicanas del día de muertos, “con la intención de frenar el Halloween y fortalecer nuestra identidad nacional frente al avance de costumbres extranjeros”, nadie imaginó el resultado 30 años después.
Los niños de entonces aprendieron en la escuela a hacer altares y, conforme fueron creciendo, lo asimilaron a través de las actividades escolares en todos los niveles educativos, concursos y exhibiciones.
Entonces los norteños no sabíamos hacer altares de muerto, porque no estaban en nuestras tradiciones, siempre tan sobrias y austeras; por eso, era muy común ver mucho eclecticismo en ellos, desde la cruz de cal y los siete escalones hasta calabazas de Halloween, el perro mexicano, pero también zombies; la virgen de Guadalupe, pero también personajes de terror del cine norteamericano.
Ahora las cosas son muy distintas, aquella tradición impuesta a los niños norteños dio fruto, no con el resultado que entonces se hubiera querido de abandonar el Halloween (que era muy incipiente su celebración entonces) y celebrar sólo el día de muertos con altares, calaveritas de azúcar y pan.
Como todas las apropiaciones culturales, los niños de entonces y ahora adultos funcionales han trasformando los últimos días de octubre y los primeros de noviembre en una larga fiesta de cuatro días. Empiezan con los preparativos del Halloween el día 30, ya desde esa fecha es una permanente fiesta de disfraces, con temática de muy diversa índole y muchos suelen maquillarse de catrín o catrina, es decir, con cara de calavera, aunque no se ponga vestuario alusivo.
La fiesta continúa el 31 con una mezcla de Halloween y Día de muertos porque ese día se empiezan a montar los altares de difuntos, el día primero es el ir y venir en centros educativos y laborales para mostrar sus altares ya que el día dos no es laborable para muchos, es decir, continúan la fiesta en casa con altares particulares y descanso.
Este año, la efervescencia y el entusiasmo por estos festejos ha sido notable en muchos lugares, se debe tal vez a que estamos regresando de pandemia y es el primer año que celebramos sin restricción sanitaria.
Pero en esta larga efervescencia de cuatro días de la celebración a los muertos, las tradiciones siguen inventándose al calor de la fiesta, me ha sorprendido ver por ejemplo que, en El Naranjo, San Luis Potosí, un pueblo de la huasteca fundado en 1950 producto de la actividad agrícola de la posrevolución celebren el Xantolo, esa tradición prehispánica de los grupos indígenas huastecos, que ahora se ha vuelto un espectáculo para turistas. Platicando con oriundos del ese lugar, riéndose de la decoración que se hizo en el pueblo dijo uno “En el Naranjo nunca hemos tenido tradiciones de nada”. Otro comentó, “ahora resulta que en todas partes hay Xantolo, puros inventos”.
Y si, la verdad es que, con tal de andar de fiesta, los mexicanos inventamos tradiciones, so pretexto del rescate de la identidad y la preservación de la memoria, inspirándonos también en películas como Coco que sin duda le dio un impulso definitivo al Día de muertos. Finamente, el dolor que uno siente por sus muertos, es algo personal e íntimo, el resto es solo pretexto para prolongar la fiesta, a la que los mexicanos somos muy aficionados. E-mail: [email protected]