Alicia Caballero Galindo
Camino con mi perrita por el parque cercano a mi casa. Es muy antiguo, se dice que sus árboles tienen más de dos siglos de existir, ¿cuántos secretos encerrarán? Es otoño, el viento empieza a soplar y desprende sin piedad las hojas amarillentas de los árboles caducifolios. El espectáculo me da cierta nostalgia, porque algunos de ellos, permanecen sin cambio, mientras otros, pierden una a una sus hojas. En el centro del parque existen ruinas de una vieja mansión, de la que sólo quedan los cimientos y una que otra pared, extrañamente, el marco de la puerta principal permanece de pie solitario, como testigo de otros tiempos.
Esta tarde en especial, me siento melancólica, el otoño me trae recuerdos dolorosos, un día como hoy, murió Jorge, el único hombre con quien me identificaba plenamente, fue un tiempo breve el que convivimos, pero bastó para entender que a hay instantes que valen toda una eternidad de espera, es increíble la sensación de encontrar una persona que se identifique en alma y pensamiento, sobran las palabras porque la comunión de sentimientos es única. Después de su partida, solo ha quedado un vacío imposible de llenar.
Una soledad crónica que me envuelve. A veces pienso que mi vida ha perdido el sentido, no encuentro acomodo a mis sentimientos, bullen dentro de mi mente y corazón causando caos, a pesar de estar rodeada de gente, en mi vida cotidiana, me siento sola, desesperada e incomprendida. No puedo compartir mis sentimientos con nadie, no me entenderían. Lara, mi perrita, me mira con sus redondos y expresivos ojos, manifiesta su cariño y me consuela con sus mimos, los perros son muy perceptivos cuando construyen un lazo afectivo fuerte con una persona que los quiere.
Camino hasta el centro del parque y llego a una arboleda tupida que franquea a aquella puerta que aún pie, marca la entrada a la que fue una señorial residencia, creo que nadie se aventura a esa zona porque dicen que está llena de energía de otros tiempos. Lara, mi perrita, una pequeña poddle negra, se resistía a entrar por alguna razón desconocida, nunca me había aventurado a llegar hasta allí, pero hoy, decidí entrar, el sol se cuela entre los pinos dando un extraño aspecto a todo, las sombras y luces parecen estar vivas y cambian de lugar por el viento que sacude las hojas. En el suelo, revolotea la hojarasca seca, como alfombra móvil.
Al traspasar aquel marco de la entrada principal, el viento cesa, y me veo en una casona colonial con un patio central y las habitaciones alrededor, Lara, gruñe y llora extrañamente. Un poco aturdida por la extraña situación, quedo frente al jardín central que tiene una pequeña fuente donde brota al centro un hongo de gua mansa, Lara no deja de gruñir, pero poco a poco se tranquiliza. La casa está sola, se miran los corredores adornados con helechos en macetas colgantes y enredaderas florales en los pilares.
Las habitaciones están cerradas, pero arden las lámparas que penden de la pared, todo está silencioso, se respira soledad. Veo a una mujer joven de pelo largo ondulado y negrísimo, con un vestido blanco largo, caminar hasta la fuente, sentarse en el borde a juguetear con el agua clara y de pronto, rompe el silencio con un llanto que sale desde su entraña, los sollozos inundan todo el espacio y retumban en las paredes, produciendo un eco tan fuerte que llega hasta mi alma. Decido caminar hacia ella y preguntarle el motivo de su pena.