Alicia Caballero Galindo
Creo que he tocado fondo, me siento deshecha, las cuatro paredes de mi habitación, aunque tienen ventanas, las veo como una jaula blindada de donde no puedo salir y nadie, ¡nadie! Puede entrar. Tic tac, tic tac, ese reloj asesino mata mis minutos, las horas y a la larga, los días y mis esperanzas. Tic tac, tic tac ¡no debí de conservar este ingrato reloj cuerda de mi madre!, el paso del tiempo lo hace ostensible y martilla mis sienes, voy a cambiarlo por un reloj digital que es más silencioso, el tiempo pasa ante nuestros ojos sin darnos cuenta, no sé que sea mejor, si el tener conciencia que el tiempo corre sin detenerse, o ignorar este hecho, esperar su paso y darse cuenta un día, que he desperdiciado el tiempo y… la vida que he vivido, sin hacer lo que quiero, obligada por las circunstancias, la inconciencia, esto último, ¡es terrible!, porque pocos escapan de sus garras.
El diario deambular por mi rutina, me hace parecer un fantasma o un remedo de lo que quiero ser, me aprisiona la angustia al pensar cómo será el resto de mi vida en medio de esta situación. Siento que mi mente está atrapada en una jaula sin rejas, de la que no me puedo escapar. Me miro al espejo y al ver el reflejo que me devuelve la pulida superficie, me desconozco, ¡no soy yo! ¡Esa, no soy yo!. Sacudo la cabeza, miro de nuevo descubro en mis ojos, esas chispitas de luz de cuando era niña y mi madre me decía que tenía en mis ojos mil estrellas a las que llegaría en el futuro. Le doy la espalda bruscamente a esa imagen de mí misma que me desagrada, tengo qué hacer algo para remediar lo que no me gusta. Prendo el televisor mientras contemplo los últimos rayos del sol muriendo tras la arboleda, mientras me siento en ese sillón que solía sentarse mi madre a tejer sus interminables labores, y evocaba tal vez sueños e ilusiones que se perdieron en el tiempo. Es tarde para mí, dejé pasar la vida sin atreverme a romper amarras, no me agrada lo que hago, sin embargo, heme aquí, una sonrisa amarga dibujo en mi rostro
Tomo el control remoto de la televisión y en automático, cambio de canal mecánicamente, llego a la escena de una película de Harry Potter, donde el ave Fénix, avejentada y decrépita, llega a su habitáculo, se enciende espontáneamente y se convierte en cenizas, para resurgir de nuevo, fuerte, vigorosa, con su plumaje brillante y sus ojos vivos de nuevo. Me quedé hipnotizada con la escena, como una corriente eléctrica, me estremeció el hecho, que, aunque es ficticio, metafóricamente me tocó la conciencia, me levanté como impulsada por un resorte, me miré de nuevo en el espejo y me pregunté ¿y por qué no? El reflejo era distinto, me dirigí, a la ventana donde el ocaso apuntaba con sus rayos mortecinos que bañaron mi rostro, decidí abrir la ventana, aspirar el viento de la primavera cargado de aromas de flores y me repetí en voz alta: ¿y por qué no? Me gustó el eco de mi voz mientras mi cabello flotaba libremente, sonreí, me olvidé de los relojes y me dije llena de esperanza y con una sonrisa: Mañana, será un gran día.
ENCUENTRO
La vi dirigirse a mi banca solitaria; protegía su cuello con una bufanda matizada de tonos verdes; su paso era seguro y su figura juvenil, pero su mirada revelaba tristeza. Vino directo hasta donde yo estaba y se sentó a mi lado como si estuviera sola, sacó de su bolso un delicado pañuelo blanco bordado y discretamente empezó a limpiar las lágrimas que rodaban por su rostro; en ese momento me atreví a decirle:
-¿Se siente bien, señorita? ¿La puedo ayudar en algo?
En ese momento, pareció reparar en mi presencia y me miró a los ojos; los de ella, eran de un color indefinido, variaban por momentos de un verde claro al color de la miel, con los rayos oblicuos el atardecer; el sol, parecía negarse a partir. Ese momento fue mágico, algo nos conectó, el frío viento de invierno no lo sentíamos a pesar de soplar con furia desprendiendo las últimas hojas de los árboles casi desnudos. Fue el encuentro de dos universos que eran el mismo… mis ojos, arrastrando una melancolía crónica y los de ella, revelaban dolor y soledad. Fue un momento de reencuentro tal vez, con esa memoria que se pierde en el tiempo, pero el corazón recuerda tan solo con un destello. Empezamos a contar nuestros mutuos desazones, a pesar de que nunca antes nos habíamos visto, o…¡tal vez sí! Algo pareció atraernos sin que pudiéramos evitarlo. Su esposo, a quien dejó de amar, unos días atrás la dejó sin explicación alguna, se sintió aliviada, pero con una sensación de vacío, por haber desperdiciado el tiempo. Yo, compartí con ella la más dura de las soledades; vivir rodeado de gente que no me entiende, pero me ata a un “status quo”, que a veces pesa.
Platicamos hasta el anochecer sin darnos cuenta que el reloj caminaba de prisa; ella, se marchó intempestivamente sin despedirse, cuando la luna llena asomó entre las nubes. La vi alejarse y perderse poco a poco entre las sombras. Quedé sentado en la banca solitaria hasta que el acompasado taconeo de sus pasos se perdió en la noche…
Al levantarme para ir a la casa, subí el cuello de mi abrigo y vi en el suelo, una libreta que debió haber caído de su bolso al sacar el pañuelo; la tomé entre mis manos y sentí de nuevo su perfume, se veía vieja pero bien cuidada, la guardé en la bolsa de mi abrigo y me marché. Ya en mi habitación, tomé de nuevo aquella pequeña libreta de pastas duras y motivos femeninos; abrí la primera hoja y vi una dirección, era la de ella; supe que se llamaba Alhelí, me pareció un nombre adecuado… escuché pasos cerca de la puerta y antes que nadie entrara a mi habitación, la guardé bajo mi almohada como colegial y me hice el dormido. Era mi madre.
Al día siguiente, la guardé de nuevo antes de salir y decidí que la buscaría al salir del trabajo para entregarle su libreta y verla de nuevo, eso me daba una extraña ilusión. Creo que me la merecía. Al salir, me dirigí caminando a aquella dirección, estaba a unas cuadras de mi oficina. Mi corazón latía de prisa como el de un adolescente, creo que me sentí un poco ridículo. Al llegar a la casa con el número indicado en la libreta, se me heló la sangre; estaba abandonada y la puerta abierta. Empujé la reja oxidada que produjo un desagradable rechinido y entré; en lo que fue la sala, estaba un retrato descolorido por el tiempo y el abandono…
Desde entonces, cada tarde, al anochecer, me siento en la banca solitaria del parque esperando su regreso