Clara García Sáenz
Me enamoré del lugar la primera vez que lo conocí, el paisaje era irrepetible, una espesa arboleda de ébanos, framboyanes, encinos, álamos, que abarcaba la vista de izquierda a derecha; una larga columna de árboles que acompañaban al San Marcos en su recorrido para entrar a la ciudad.
De espaldas estaba un cerro muy cerquita, lleno de vegetación y con una especie de cicatriz que lo recorría desde la cima hasta abajo de forma zigzagueante producto de un deslave de rocas que se encontraba en lo más alto; a mi derecha, otro cerro poblado con un caserío que se perdía entre los árboles y asemejaba una especie de maqueta de nacimiento navideño y hacia mi izquierda la Sierra, la eternamente verde Sierra Madre.
Ante tal espectáculo, la decisión de mudarnos ahí fue casi inmediata, a pesar de que muchos familiares y amigos intentaron que desistiéramos bajo el argumento de que la San Marcos era una colonia muy peligrosa; incluso, el día que nos instalamos, un vecino se apresuró a decirnos que “cómo se nos ocurría venir a vivir aquí, porque había mucho malandrín”, no pasó mucho tiempo cuando lo vi buscándole bronca a cualquiera por pequeños desacuerdos o sacar la pistola para tirar balas en año nuevo.
Pero las sorpresas gratas fueron muchas más que las desagradables. No solo por la vista de los paisajes, un clima más benévolo que en el resto de la ciudad, sino también la posibilidad de vivir en una especie de pueblo con las ventajas de los servicios y comodidades citadinas.
Si bien, en la San Marcos no todos nos conocemos, también es cierto que compartimos una especie de solidaridad barrial que nos permite hacer de nuestra vida cotidiana una experiencia más humana. Como cuando volcó el carro de la Nancy y ella escapó, al llegar la policía preguntó a todos los mirones de quien era el auto y nadie soltó prenda.
He tenido la oportunidad de conocer a muchos vecinos, viejos y jóvenes, a mujeres de mi edad, mayores, buenas cocineras, personas serviciales, gente trabajadora que desde las cinco de la mañana comienza el trajín para ir a sus empleos en la industria de la construcción, en las tiendas departamentales, en las maquiladoras; aquí habitan muchos que son muy buenos en sus oficios, carpinteros, albañiles, jardineros, taqueros.
Pero ninguna de las virtudes de mis vecinos alcanza para borrar el prejuicio que muchos tienen de esta colonia ubicada en la periferia de la ciudad, donde he tenido la fortuna de convivir con las mujeres más trabajadoras, valientes, echadas para delante, capaces de sonreír y ser alegres a pesar de la adversidad. Donde he visto jóvenes multichambas, estudiantes dedicados, buenos hijos. Hombres respetuosos, educados, trabajadores, amorosos padres de familia.
Hace algunas semanas hubo un par de asaltos muy cerquita de la San Marcos donde algunos andarines fueron despojados de sus celulares. Como a la vieja usanza de los indios que bajaban de la sierra y asaltaban a los habitantes de la recién fundada Villa de Aguayo en el siglo XVIII, que después del robo volvían a esconderse en la montaña.
Me sorprendió ver comentarios en las redes sociales que aseguraban que los de la San Marcos eran los que estaban asaltando, porque era una colonia muy peligrosa. Pregunté a quienes hacían esta afirmación si tenían pruebas y nadie me pudo demostrar nada más allá de su prejuicio por la colonia. A partir de entonces la presencia de la policía se ha incrementado en la zona, aunada a la ya cotidiana labor que hace en el sector con sus dos o tres rondines diarios.
Mientras tanto, nosotros seguimos durmiendo en el más profundo silencio de la noche, sólo interrumpido por los perros, el velador o los gallos que cantan a deshoras cuando va a cambiar el tiempo, los camiones de volteo, las retroexcavadoras o los tráileres que desde las cinco de la mañana calientan motores. Nuestra economía comunitaria sigue viento en popa, con la variedad de ofertas de comida que hay en cada calle, hamburguesas, hot dogs, tacos, gorditas, flautas, tamales, menudo, barbacoa, repostería y tortillas de harina, y con el intercambio de fruta de temporada que nuestros generosos árboles de traspatio nos dan: paguas, limones, guayabas.
Aunque con la pandemia la cantidad de corredores y ciclistas que pasaban frente a la San Marcos rumbo a Altas cumbres se había incrementado, con los incidentes de los asaltos bajó considerablemente, algo que para nosotros ha significado un tanto de paz en el espacio que habitamos.
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