¡Ahí está! Tan indefenso y desvalido, con los ojos cerrados y conectado a un monitor que controla sus signos vitales. Parece que duerme tranquilamente, y mi querida esposa, yace bajo tierra. Su cabeza, lleva una marca inequívoca del balazo que recibió de mi revolver; acababa de asesinar a Isabel a sangre fría, por robarle su bolso que solo llevaba lo justo para la despensa de la semana. Pasan por mi mente mil cosas a la velocidad de un relámpago, me regresé en tiempo a ese instante aciago. Salí temprano hacia la oficina, pero tuve que regresar a la casa porque olvidé las llaves de mi escritorio y ella, Isabel, en ese momento, salía a hacer sus compras. Cuando me bajaba del automóvil, alcancé a ver que un sujeto tironeaba su bolso y ella se defendía. Sin pensarlo, abrí la guantera del automóvil y tomé mi revolver, en ese momento escuché una detonación y la vi caer. Con el dolor y la rabia acumulados, alcancé a disparar, la bala, entró en la cabeza del maleante y cayó inerte, corrí hacia ellos. Pasaron unos segundos, pesados y terribles durante los cuales, contemplé la escena; Isabel, yacía en un charco de sangre con los ojos abiertos, pero sin luz, tal vez con un sinfín de interrogantes que quedaron sin respuesta, su vida se había escapado sin remedio, el asaltante, por desgracia, aún respiraba… me debatía entre el dolor y la rabia; ¡quería matarlo! La llegada de una patrulla detuvo mis intenciones, escuchaba a mi alrededor el murmullo de voces de la gente que empezaba llegar; como zopilotes, huelen la sangre y se solazan en el espectáculo de dolor y sufrimiento ajeno. Yo quería gritarles que se fueran, el asesino aún respiraba y mi esposa no, pero seguían llegando, llegando. Yo fui detenido y llevado a la comisaría mientras se aclaraban los hechos. Quería quedarme junto a ella, pero solo me permitieron abrazarla, cerrarle los ojos y derramar mis lágrimas sobre su rostro palidecido por la muerte. Al asesino, lo recogió la Cruz Roja y se lo llevaron de inmediato, aún respiraba, ¡aún respiraba! Era mi mayor dolor. Para recoger el cuerpo inerte de Isabel se tomaron su tiempo, ya estaba muerta.
Como en una película, recuerdo todo; entregué el arma, declaré infinidad de veces cómo fueron los hechos, dos testigos presenciales confirmaron mi versión, seguro las vecinas chismosas que miraban por la ventana de su casa, fueron interrogadas y confirmaban los hechos. En pocas horas, con las reservas de ley correspondientes, quedé en libertad provisional, mientras se seguían los protocolos y las averiguaciones.
El enjambre de parientes y amigos, me esperaba con preguntas imprudentes, abrazos, llanto. Quedaba la dolorosa misión de sepultar a mi esposa que, apenas esa mañana, hacía planes conmigo para vacacionar. Teníamos dos años de casados y muchos deseos de hacer infinidad de cosas juntos, hoy, ya no tienen sentido.
El funeral fue breve y al día siguiente, ella ya estaba bajo tierra, durmiendo el sueño eterno, o… ¿existe otra vida?, ¡nadie lo sabe con certeza! Cuando las visitas se fueron de nuestra casa, quedé solo, con mis recuerdos, mi rabia, y mi dolor. Me obsesionaba el hecho que ese maldito bastardo aún respiraba, sin poderme contener, lloré como niño, no sé cuántas horas. Perdí la noción del tiempo y me quedé dormido. A la mañana siguiente, después de meditarlo, decidí que buscaría el hospital donde estaba el asesino y cumpliría el deseo, de que martilla mi mente, ¡mátalo, mátalo! Con ese pensamiento me quedé dormido vencido por el dolor y las emociones encontradas que bullían en mi mente.
Al día siguiente, localicé el hospital y el maleante, estaba esposado, en una cama, inconsciente. Yo llevaba oculta entre mi ropa, una jeringa hipodérmica, para mi propósito, sería fácil, introduciría aire en su canalización donde le trasfunden sangre y tarde o temprano, la burbuja lo mataría, sería fácil.
Y aquí estoy, logré llegar, lo contemplo estoy lleno de ira, porque recuerdo el rostro inexpresivo de ella y el charco de sangre que la rodeaba, mientras se le escapaba la vida. En ese momento, siento que puedo cegar su miserable existencia. Lo contemplo tan indefenso, con la cabeza vendada, respirando acompasadamente. Con parsimonia e infinito placer procedo a sacar mi jeringa y en ese momento, escucho dos voces; son las enfermeras de turno.
-Oye, ¿y el delincuente esposado? El infeliz tuvo suerte y sobrevivió.
-Si, pero cuando despierte, se dará cuenta que nunca más caminará, probablemente pierda la facultad del habla y así, mudo y paralítico, irá a prisión por lo que hizo. Lo pagará caro…
Las voces se perdieron en el pasillo, el policía que vigilaba al delincuente, dormitaba y pensé que, si el infeliz pudiera hablar, imploraría la muerte, en esas condiciones, su vida sería un infierno…
En ese momento, el entendimiento se me aclaró y pensé que vivir bajo esas condiciones era el justo castigo por su acción.
Salí de aquel cubículo pensando que, matarlo, sería una carga para mi conciencia y un alivio para el asesino.
Es mejor dejar que la vida siga su curso y otorgue a cada quién lo que merece.