A estas horas del partido, lo único que me queda, para no morirme de fastidio, es divertirme con el juego de la verdad. Me pasé la vida con puras aproximaciones a la crudeza de la realidad para no ofender la sensibilidad de los presentes; pero no teniendo ya a quien esconder el mundo verdadero, reclamo que la verosimilitud me sea completa; e inició con una de las cosas, que las buenas conciencias frivolizan, porque, aunque ciertamente no es eterna, la belleza, señores, nos gobierna. Y, además, la hermosura es tan exacta, que nos orienta desde los mecanismos invocables del interior profundo, y no hay ni voluntad ni ardid que los rebata. Todos nacemos con la capacidad oculta de saber reconocer los mapas de los huesos y la predisposición ancestral de las señales, inmersas en la textura sublime de esos seres, cuyos fulgores náuticos están hechos para la navegación hacia el único puerto en el que anclamos el sentido; que, aunque incierto, tiene un solo, entrañable, destino manifiesto. La belleza tiene un derrotero con la fuerza de gravedad de un hoyo negro, cuya detonación en tiempo parece diminuta, pero que abarca de principio a fin el universo. Desgraciadamente no todos tienen acceso a esa fortuna, no de ser bellos, sino de saber cazar, a cuando menos una de esas criaturas de prodigio. En el fondo todos, aunque no lo admitamos en voz alta, sabemos que venimos a esta vida para eso; guerreamos y nos jugamos todo para conseguir entrar, aunque sea una sola vez, al paraíso.
(EC/AM)