Cuando los españoles llegaron a esta tierra norteña y vieron llorar a gritos a los guerreros de las tribus que los habían vencido y cautivado, y no supieron explicarse aquel llanto suelto de hombres tan feroces, que duró de un día y hasta el siguiente, lo que menos querían saber era el motivo de tal llanto sin recato, sino explicarse cómo aquellos indígenas dejaban salir así su sentimiento. Pero la muestra de aquella forma de ser quedó en la letra muerta, y en el porvenir, más bien aprendimos a tragarnos los dolores y bajo ninguna circunstancia permitir que se nos vieran. Y por eso los fronterizos hemos normalizado el tormento cotidiano, y no decimos todo lo que nos hacen diariamente, como vecinos, los invasores gringos, en los doscientos años que han ejercido el abuso de poder, sin consecuencia. Porque de atragantarse tanto agravio se revienta, como Manuel Mier y Terán, que se dejó caer sobre su propia espada a los 43 años de edad, el 3 de julio de 1832, de la impotencia de ver los abusos impunes de los colonos gringos que se habían apoderado de Texas, y la nula capacidad de México para defenderse. Por eso yo digo que, independientemente de la estrategia con que se responda a los retos que nos avienta la vida, habría que aprender de las técnicas de catarsis usadas por los ancestros de esas tribus que lloraban a gritos, y que después de todo, aunque llorones , los españoles no pudieron con ellos sino hasta doscientos cincuenta años después de que ya habían conquistado a todos; lo cual dice mucho de lo bueno que es desocuparse de tormentos antes de hacer lo que sea que se vaya a hacer con el siguiente paso.