La sirena en la otra orilla de la calle era una imposibilidad, pero existía independientemente de que no hubiera habido, ni entonces ni ahora, una explicación. Y dada la indefinición de su naturaleza, la debí haber olvidado hace mucho tiempo, pero al igual que el chaneque que me rasco las piernas en un antiguo beneficio de café por el rumbo de Teocelo, fueron registros que se me pegaron en la mente, porque siendo tan pocas las cosas que le pasan a un en esta vida corta, hay que rescatarlos del olvido aunque sean ajenas a la realidad que se aparenta. Las cosas imposibles ya no tienen cabida entre el ruido y el fastidio de la vida cotidiana, y la sirena que balanceaba su cabeza como para columpiar la sedosidad alucinante de su pelo, y que yo vi llevarse hombres que creían que ellos se la estaban llevando a ella, sólo me tiene a mi como testiga, igual que los tullidos enderezados y los muertos resucitados que Alvar Núñez Cabeza de Vaca logró con el milagro de tocarlos con sus manos durante los últimos ocho meses lunares de su esclavitud en 1536, y que sólo tuvieron de testigos a los otros tres españoles cautivos de las tribus de por aquí. Cuando ya fueron libres y firmaron el reporte que presentaba a la Corona la narración de los sucesos de la malograda Expedición, los cuatro sobrevivientes juraron que los milagros fueron ciertos. Pero los expertos que analizan esta historia dicen que eran puros fingimientos; y que dizque los indios se hicieron los tullidos o los muertos. Yo no sé, la vida es todo menos lo que aparenta, y yo juro que vi a la sirena con mis ojos, durante un periodo de mi existencia en que me tocó sufrir mi peor tormento.