Quisiéramos ser otra cosa, pero la obediencia es profunda, e involuntaria, su irrevocabilidad se calibra en el lenguaje, en la nomenclatura con que etiquetamos el mundo que nos toca; a más de 500 años de que los colonizadores se dieran por enterados de que esto no eran las Indias, nosotros seguimos llamando y llamándonos con el nombre equivocado de indios; inclusive con la carga despectiva que ellos le pusieron. La obediencia está relacionada con la domesticación; con el apaciguamiento. Recibimos la orden y cerramos los ojos y nos quedamos ahí para siempre, aunque pasen cinco siglos de generaciones aparentes; la orden es herencia autorizada y no hay lugar para caminos divergentes; estamos atascados en la Monocultura de la sumisión eterna y permanente; aunque haya modas de desobediencia, aunque juguemos a que vamos juntos, justos y parejos; a la hora de hacer planes y estrategias, a la hora de hacer el amor, de criar , de trabajar, a la hora de nombrar; convocaremos obedientemente con los mismos ojos de Cristóbal Colón y sus secuaces.
Señalaremos el escalonamiento y la diferenciación como pilar de asiento. Lo cierto es que entre descubridores atroces y los frailes, santos, nos dejaron en modo automático de obediencia a cualquier cosa que se asemeje a los patrones de la verticalidad de la sacrosanta jerarquía; nada de equitativos ni de igualamientos( no realmente) porque según la orden, la vida se categoriza viniendo de la altura, del escalamiento, por lo que al final del día, el único objetivo es validarse con el distanciamiento.