Los límites de la estrategia de «reducción de daños»
El fentanilo y otros opiáceos han sustituido a la heroína como principal droga en las calles de Kensington. Una de las nuevas sustancias, conocida como «tranq» (el nombre callejero de la xilacina) es un tranquilizante para caballos no aprobado para uso humano. Este depresor del sistema nervioso central suele mezclarse con fentanilo, heroína u otros estimulantes para potenciar o prolongar sus efectos. Una vez en el organismo, la mezcla provoca un ritmo cardíaco lento y una sedación profunda, dejando a los consumidores en un estado similar al de un zombi. La droga también se ha relacionado con úlceras cutáneas necróticas que pueden provocar infecciones graves e incluso amputaciones.
La policía mantiene una presencia visible en Kensington, pero décadas de estrategias contradictorias—desde la tolerancia cero a la policía de proximidad y las campañas de desplazamiento—se han quedado cortas. Los desalojos de campamentos bajo los puentes o a lo largo de las vías del tren, a menudo respaldados por iniciativas municipales que cuentan con la participación del sector empresarial como el Proyecto Resiliencia (Resilience Project), no han servido para resolver los problemas fundamentales del barrio.
Queda claro que la acción policial por sí sola no puede resolver los problemas sociales y económicos de Kensington. Los esfuerzos de la sociedad civil, aunque bienintencionados, suelen mantenerse fragmentados y tienen dificultades para incluir las voces de los más afectados. La problemática va mucho más allá de la adicción y la falta de vivienda, pues viene acompañada de problemas de salud mental, desigualdad extrema, gentrificación y desinversión económica arraigada.
La estrategia de “reducción de daños” surge como paliativo en diversas ciudades estadounidenses, donde se da prioridad a la mitigación de las afectaciones relacionadas con el abuso de sustancias frente a su erradicación. Aunque alabada y promovida por múltiples expertos, miembros de la sociedad civil y otros actores políticos relevantes, la estrategia de reducción de daños crea más problemas de los que resuelve en Kensington, de acuerdo con quienes viven y trabajan allí. Programas como el de intercambio de jeringas Prevention Point Philadelphia, por ejemplo, han contribuido involuntariamente a que las calles del vecindario estén llenas de jeringas usadas, según los residentes y propietarios de negocios de la zona.
No obstante lo anterior, sería un error desestimar los beneficios de estos programas a la hora de salvar vidas y reducir la propagación de enfermedades infecciosas. Las muertes por sobredosis de drogas en Estados Unidos disminuyeron en 2023 por primera vez en cinco años, y se dice que la disponibilidad generalizada de naloxona, o Narcan, ha desempeñado un papel importante en ese descenso. A nivel nacional, se registraron 74,702 muertes atribuidas al consumo de opioides sintéticos en 2023, lo cual representó un descenso de casi el 2% respecto a las 76,226 del año anterior, según cifras de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés).
En Filadelfia, las sobredosis de droga son la tercera causa de muerte en la ciudad, sólo por detrás de las enfermedades cardíacas y el cáncer. La denominada “Ciudad del Amor Fraternal” registró la cifra récord de 1,207 muertes por sobredosis de droga en 2022. Aunque esa cifra se redujo a 1,122 en 2023, sigue siendo más de 2.75 veces el número de homicidios, la sexta causa de muerte en la ciudad.
Algunos residentes expresan escepticismo hacia las ONG que operan en Kensington, por considerarlas excesivamente dependientes de la financiación externa y carentes de soluciones a largo plazo. Sin embargo, sería injusto sugerir que todas estas organizaciones operan con base en intereses no relacionados con su objetivo original. El problema no es la reducción de daños en sí, sino la ausencia de estrategias complementarias, como una mayor financiación de programas de tratamiento integral y una inversión económica sostenida en el barrio, por ejemplo.
Abordar los retos de Kensington exige un enfoque multidimensional. La reducción de daños debe seguir siendo un componente clave, pero debe ir acompañada de inversiones más amplias en tratamiento, servicios de salud mental y revitalización económica. El objetivo no debe ser sólo reducir el daño, sino crear vías de recuperación, estabilidad y dignidad para los residentes de Kensington. Sin un compromiso de colaboración significativa, iniciativas económicas sostenibles y un compromiso inclusivo de la comunidad, el ciclo de adicción, pobreza y abandono sistémico continuará.
Vivir y trabajar en Kensington
Roz Pichardo es la fundadora de Operation Save Our City y Sunshine House, un centro comunitario para personas con problemas de adicción y sin hogar. Conocida como “Mamá Sunshine”, Pichardo platicó que los traficantes de drogas de Kensington distribuyen muestras gratuitas varias veces al día para enganchar a nuevos clientes. Los gritos de «¡Muestras gratis!» resuenan por las calles, atrayendo a personas vulnerables y creando una vía rápida hacia la adicción.
Muchas ONG funcionan con subvenciones públicas. Aunque la mayoría son bienintencionadas, los vecinos de Kensington sostienen que estas iniciativas suelen crear consecuencias imprevistas que generan residuos peligrosos y concentran el sufrimiento humano. “La concesión de estas subvenciones (…) es utilizada por los gobiernos locales para alegar que están haciendo algo para resolver el problema”, afirma Sáez. “En realidad, están delegando su responsabilidad en un socio privado”.
Los miembros de la comunidad comparten frustraciones similares, haciendo hincapié en que, si bien proteger la vida y la seguridad de los consumidores de drogas merece la pena, a menudo se pasan por alto sus derechos y su bienestar en el proceso. Además de jeringas usadas y desechadas, la ayuda temporal, como comida o tiendas de campaña, suele dejar tras de sí basura y desorden.
“Tal vez, si quieren ayudar, podrían traer también botes de basura”, sugirió un residente.
Jiménez se hizo eco de esta frustración, señalando que el hecho de que la policía limpie una calle simplemente traslada el problema a otra zona, a menudo igual de empobrecida, lo que demuestra una falta de responsabilidad social coordinada. Los partidarios de la reducción de daños, dijo, rara vez abogan por este tipo de programas en sus propios barrios.
“¿Dónde están los derechos de los niños, los propietarios de negocios y las familias que viven en Kensington?”, preguntó otro residente del barrio. “¿Dónde están los derechos humanos de los miembros que viven en nuestra comunidad pobre?”
A pesar de estas críticas, muchos en Kensington reconocen la importancia de las estrategias de reducción de daños cuando se aplica de forma responsable. Sin embargo, un cambio significativo requiere un nivel de inversión y compromiso estatal que parece improbable en el actual panorama político de Pensilvania, donde la legislatura sigue dividida, con los republicanos controlando el Senado y los demócratas manteniendo una estrecha mayoría de 102-101 en la Cámara de Representantes. En este contexto político, las iniciativas de financiación dirigidas explícitamente al bienestar de la comunidad se enfrentan a importantes obstáculos políticos y es poco probable que obtengan un amplio apoyo bipartidista.
Residentes como Sáez distinguen claramente los matices de la situación. “No es blanco o negro”, afirma. “Dejar a la gente en la calle no es humano ni para ellos ni para la comunidad. Estas personas necesitan tratamiento y apoyo en espacios equipados para ayudarles a recuperarse”.
Al mismo tiempo, quiere que el gobierno muestre también compasión por todos los afectados por la crisis. “Hay una explicación y un espacio para aplicar la reducción de daños”, explicó Sáez. «Sin embargo, existe una especie de guerra o enfrentamiento entre los reduccionistas de daños y los residentes. Apenas oímos las voces de los residentes”.
El mayor cártel de la droga
La historia de Kensington refleja una realidad más amplia: La epidemia de opiáceos no sólo se alimenta del tráfico ilegal de drogas, sino también del papel de las grandes farmacéuticas en la propagación de la adicción. Los gigantes farmacéuticos siguen beneficiándose de las estrategias de reducción de daños, incluidos los programas financiados por el gobierno para adquirir medicamentos que salvan vidas, como la naloxona, al tiempo que evitan en gran medida rendir cuentas por la devastación que han causado.
“Las grandes farmacéuticas reciben los beneficios extraordinarios que se canalizan a través de las estrategias de reducción de daños, ya que se aprovechan de los programas sociales en los que el gobierno compra narcóticos para hacer frente a las sobredosis”, afirmó Jiménez. “Al mismo tiempo, reciben importantes exenciones fiscales. Tenemos que hacer que las empresas y las compañías farmacéuticas rindan cuentas por todo el daño que han causado y por el papel que han desempeñado en el desarrollo de esta tragedia humana. Por desgracia, los políticos, los medios de comunicación y la opinión pública en general prefieren culpar a los cárteles mexicanos”.
Nadie quiere dejar de comprar Narcan cuando puede salvar tantas vidas. Sin embargo, un pequeño pero creciente número de voces cree que se debería exigir a las compañías farmacéuticas que proporcionen naloxona de forma gratuita como parte de sus acuerdos en los juicios relacionados con los opioides.
Hasta ahora, los funcionarios públicos parecen más interesados en limitarse a gestionar la crisis, en lugar de resolverla. Mientras tanto, los habitantes de Kensington deben soportar la carga social y económica de la tragedia”.
Los verdaderos beneficiarios de esta emergencia de salud pública son las empresas farmacéuticas, las ONG y, en última instancia, los promotores inmobiliarios que ven oportunidades en medio de la desesperación. Este es, según un residente de Kensington, “el momento perfecto para que los promotores compren propiedades”. Y después de que la policía reubique a los consumidores de drogas y a los desamparados, podrán iniciarse proyectos urbanísticos masivos en esas zonas que antes eran intransitables e inhabitables”.
Los intereses de los grandes capitales del sector inmobiliario son a menudo un factor ignorado, pero significativo en la narrativa del declive y la renovación urbanos. Una vez que una zona queda libre de la pobreza y la delincuencia visibles, los promotores inmobiliarios se instalan en ella, remodelando los barrios al tiempo que suben los precios y desplazan a los residentes de toda la vida. A estos se le conoce como «gentrificación».
La historia de Kensington, aún en gran parte por ser contada, es un microcosmos de la lucha más amplia en Estados Unidos contra las desigualdades sistémicas, los fracasos de la política antidrogas y la culpabilización errónea a la hora de abordar la crisis del fentanilo. Los políticos han favorecido durante mucho tiempo las medidas performativas y la represión policial frente a un cambio sistémico que aborde realmente las causas profundas del consumo de drogas y la adicción. Los expertos sostienen que los programas de rehabilitación, educación y prevención necesitan niveles de financiación comparables a los asignados a las medidas de “mano dura” (o “aplicación de a ley”) si hay alguna esperanza de reducir la demanda.
Culpar únicamente a los cárteles mexicanos de la droga de la crisis del fentanilo no sólo es engañoso, sino peligroso. Los llamados a construir muros fronterizos y las declaraciones de «guerra contra los cárteles» pueden ser muy efectivas desde el punto de vista político, pero ignoran cuestiones fundamentales sobre la financiación de programas de rehabilitación y educación para reducir el consumo de drogas.
El mito ampliamente difundido de que el fentanilo entra en Estados Unidos principalmente a través de inmigrantes no autorizados que cruzan la frontera sur se contradice con las pruebas: La mayoría de las incautaciones de fentanilo implican a ciudadanos estadounidenses que regresan de México en vehículos privados. En 2021, los ciudadanos estadounidenses representaron el 86.2 por ciento de las condenas por tráfico de fentanilo. Mientras tanto, sólo el 0.02 por ciento de las personas detenidas por la Patrulla Fronteriza por cruzar ilegalmente poseían fentanilo, según lo muestra un análisis del Cato Institute.
Esta narrativa no sólo alimenta la xenofobia, sino que también distrae la atención del papel mucho tan clave y perjudicial que han tenido las grandes empresas farmacéuticas para explicar la epidemia de drogas sintéticas en Estados Unidos. Éstas se beneficiaron de promover las recetas de opioides y ahora se benefician de nuevo a través de programas de reducción de daños financiados por los contribuyentes.
Pero hacer frente a la crisis de los opiáceos requiere algo más que echar la culpa a los demás: exige valentía, colaboración y un cambio sistémico. La historia de Kensington nos recuerda que el sueño americano sigue vivo en los corazones de los inmigrantes y de los residentes de toda la vida que se niegan a rendirse a la desesperación. Pero la resistencia por sí sola no basta. El verdadero cambio requiere un enfoque holístico de la crisis de los opioides, que dé prioridad a la rendición de cuentas, la equidad y la dignidad humana por encima de la conveniencia política.
Adoptar un enfoque holístico para abordar el problema no será fácil ni barato. Resolver la crisis de los opioides en Kensington y en el resto de Estados Unidos requiere de la cooperación intergubernamental para abordar simultáneamente la adicción, la pobreza, la salud mental y la inversión económica.
El primer paso consiste en dar prioridad a los servicios integrales de tratamiento y recuperación de personas adictas que vayan más allá de las medidas a corto plazo. Ello significa financiar centros de tratamiento de adicciones a largo plazo, además de asesoramiento ambulatorio y servicios integrales como ayuda para la vivienda y formación laboral. Los programas también deberían consideran las competencias culturales para satisfacer las necesidades de una comunidad tan diversa como Kensington. La integración de la salud mental en los servicios contra la adicción es fundamental, ya que los traumas psicológicos profundos son a menudo la raíz de los trastornos por abuso de sustancias.
La revitalización económica sería el segundo paso. Kensington necesita importantes inversiones públicas y privadas en infraestructuras, vivienda e iniciativas de creación de empleo para romper el ciclo de pobreza que perpetúa la adicción y la desesperación. Incentivar a las empresas locales, apoyar a las cooperativas dirigidas por la comunidad y financiar programas de desarrollo de mano de obra crearía vías hacia la estabilidad económica. Además, las políticas públicas deben proteger a los residentes del desplazamiento, garantizando que la reurbanización beneficie a la comunidad existente en lugar de empujar a las poblaciones vulnerables aún más hacia los márgenes.
El tercer paso requiere coordinación y responsabilidad en todos los niveles de gobierno. Los esfuerzos fragmentados—ya sea que procedan de ONGs, fuerzas del orden o el gobierno local—deben dar paso a planes integrados impulsados por resultados, objetivos cuantificables y una supervisión transparente.
Las asociaciones entre las autoridades municipales, estatales y federales deben orientar los recursos hacia objetivos compartidos, fomentando al mismo tiempo el diálogo abierto con los residentes de Kensington para garantizar que sus voces sean fundamentales en la toma de decisiones. Sólo a través de este marco de colaboración a varios niveles podría Kensington pasar de ser un símbolo de crisis y degradación urbana a un modelo de resiliencia, recuperación y esperanza.
(*) Guadalupe Correa-Cabrera es profesora en la Escuela Schar de Política y Gobierno de la Universidad George Mason, especializada en la frontera entre Estados Unidos y México, el narcotráfico y los estudios migratorios. / Sergio Chapa es un periodista y fotógrafo independiente radicado en Houston, además de coautor del libro Frontera: A Journey Across the US-Mexico Border.
Este artículo fue publicado en inglés en la revista The American Prospect fue retomado por EnUn2x3 de La Opinión.