El jardín de la libertad
Por Libertad García Cabriales
Sólo hay dos lugares donde se puede vivir felices: en casa y en París
Ernest Hemingway
En la mitología griega, el olimpo es considerado el espacio destinado a los
principales dioses. El monte más alto, el sitio más cerca del cielo donde lo sagrado
se manifiesta en el poder de quienes estaban por encima de los simples mortales.
Presidido por Zeus, el dios del trueno; en los esplendorosos palacios, residían
además doce dioses que desde lo más alto acompañaban al monarca mayor,
cada uno con una misión específica. Pero no todo era paradisiaco en el deseado
Olimpo, también habitaba la ira, la venganza, las traiciones, el miedo, el castigo y
el exilio. No todo es belleza, ni en la casa de los poderosos.
Así pues, el olimpo también ha sido metáfora del terrenal poder. El ascenso y la
caída de tantos reyes, gobernantes y poderosos en el mundo que han gozado su
temporal paraíso y tarde o temprano, terminan el mandato o sucumben ante la
democrática muerte, muchas veces con más pena que gloria. En ese contexto, fue
precisamente en honor a los dioses del olimpo que se realizaron por vez primera
los juegos deportivos en una ciudad cercana al monte sagrado, llamada Olimpia.
De ahí la tradición milenaria, ahora vivida en una urbe emblemática del antiguo e
histórico continente: París, la ciudad luz.
El mundo se ha llenado del espíritu olímpico. El mismo alguna vez creado por los
griegos pensando al cuerpo como obra maestra. Todo eso hemos visto en estos
días. Un fascinante despliegue donde la bella Francia se mostró otra vez como
indiscutible potencia cultural. Desde su propio olimpo, Emmanuel Macron con el
rostro complacido por su reciente victoria política presidiendo el desfile glamoroso
de monarcas y mandatarios. También luminosa la piel veracruzana de Salma
Hayek, portando la Antorcha Olímpica representando al imperio Pinault en la
mismísima capital de la moda. Y lo mejor: el alma puesta en cada una de las
hazañas de los deportistas llegados de sus diversos países. Cada quien su
olimpo.
París ha sido en estos días el centro de las miradas en el mundo entero. Las
pantallas en todas partes reflejan la emoción, el suspenso y los aplausos a los
competidores. El deporte como tregua, como bálsamo en un mundo violento. Unas
semanas para imaginar como diría John Lennon, que el mundo puede vivir sin
guerra. La búsqueda del oro, pero no como botín, sino como símbolo de humano
tesón. Y aunque nunca faltan los gandallas, ni los mojigatos, en lo general la gesta
ha sido un regalo, especialmente para los amantes del deporte. Eso sí, el
medallero resultó sin muchas sorpresas. Los estadounidenses, los chinos y los
franceses ganando de calle a la mayoría de los países. Nuestro México, como
siempre, muy abajo pero con algunas participaciones muy dignas. El dinero cuenta
y mucho, el apoyo otorgado por cada país a sus deportistas, pero también el
talento, la voluntad, las agallas de cada persona.
Y todos llegaron con el olimpo del medallero en mente. El muy deseado podio,
especialmente el dorado, el más alto. Por ese sueño, se entregan durante años
con una disciplina férrea, implacable. Horas y horas de entrenamientos para
alcanzar la cima. No sé a usted que le impresiona más; yo he visto poco, pero me
han impactado especialmente la gimnasia, el atletismo y la natación. La
espectacular participación, digna de una diosa del olimpo de Simone Biles y sus
doradas medallas, pero especialmente me conmovieron los nadadores mexicanos
y su clavado perfecto ganadores de una plata con sabor a oro.
La Olimpiada de París ha sido un recordatorio del prodigio del cuerpo humano y
del alma que lo acompaña. El espíritu indomable representando la esencia, más
allá de la competencia. Y luego está París, la ciudad que alguna vez fue una
cloaca pestilente y se convirtió gracias al espíritu de sus habitantes y sus
gobernantes, en la primera ciudad moderna, considerada por muchos la más bella
de todo el mundo. Viendo sus bellas anchas avenidas, el impecable trazado
urbano, sus característicos jardines llenos de árboles y flores, los majestuosos
monumentos y edificios; nunca se podría creer la historia de la putrefacta capital
donde abundaba la pobreza, el descontento y la muerte antes de la Revolución
Francesa.
Los franceses construyeron su olimpo. Mientras escribo desde esta nuestra capital
tamaulipeca, pienso en la necesidad de unir esfuerzos para transformar nuestra
amada Victoria. No somos cloaca, ni somos París, pero el ejemplo cuenta y en
México también hay muchas capitales mejoradas radicalmente en su imagen
urbana a partir de procesos colaborativos donde las instituciones fueron centrales
y los ciudadanos cruciales. No se trata de denostar, ni de ser hipócrita. Se han
hecho muchos esfuerzos pero falta demasiado para tener una capital a la altura.
Es necesario ver con ojos de amor, pero también con ojos críticos. Victoria es
nuestra casa y como todas las casas necesita a sus habitantes. No podemos pedir
todo a los gobiernos. Exigir y participar.es la fórmula. La mejor manera de generar
autoestima colectiva es a través de la imagen urbana y la conciencia del bienestar
común. París lo logró. Nos toca hacer lo propio. Victoria lo merece. Nosotros
también.