Por Sebastián Olvera
@SebOlve
La disputa poselectoral que se produce en Venezuela no es más que una fase definitoria
del conflicto por el poder que ha estado latente durante las últimas tres décadas en ese
país. Actualmente en ese conflicto, de un lado, se encuentra la derecha reaccionaria,
que está intentando dar un golpe de estado, azuzando el descontento social y sirviéndose
de sus bandas paramilitares. Del otro, un gobierno surgido del chavismo, pero que ha
erosionado buena parte de su base social al reprimir iniciativas independientes de
sindicalistas, campesinos pobres y organizaciones populares. En el medio, un pueblo en
vilo cuyas fuerzas se han mermado por la crisis económica y la tarea de defender la
revolución que iniciaron en la década de 1990.
Más que simpatías o antipatías, en lo tocante a Venezuela tenemos que privilegiar
la claridad. Es preciso revisar la historia reciente para entender y poner en su justo lugar
tanto el discurso reaccionario, que reduce el complejo proceso bolivariano a una
“dictadura”, como la defensa acrítica de un gobierno que, si bien ha sido objeto de la
injerencia imperialista, hoy carece de legitimidad entre los sectores populares.
Hace tres décadas, cuando la gran mayoría de los países de América Latina nos
encontrábamos sumidos en el neoliberalismo, el pueblo venezolano nos mostró que
había otro camino. Inició un gigantesco proceso de transformación que logró sacar del
gobierno a la oligarquía, que se encontraba a las órdenes de los caciques locales, las
petroleras transnacionales y el gobierno de Estados Unidos. Por primera vez en la
historia moderna de ese país, la gente común tomó parte en los asuntos esenciales de la
nación.
Después de años de bajos salarios, poca movilidad social y una creciente
desigualdad, obreros, campesinos, pequeños comerciantes, maestras y estudiantes se
pusieron en marcha para acabar con los planes de ajuste estructural recetados por el
FMI y quitarle el poder a las empresas extranjeras que se llevaban la riqueza y solo
dejaban salarios bajos y devastación del medio ambiente.
Para soportar los ataques de la desbancada oligarquía y los agentes del
imperialismo que no se iban a quedar tranquilos, las masas pusieron en el poder a Hugo
Chávez. Su razón pragmática les avisaba que para resistir el acoso del imperialismo e
impulsar el proceso de transformación en contra de las oligarquías criollas, se
necesitaría la intransigencia de un militar nacido en cuna pobre. No se equivocaron.
A través de muchos errores, lecciones y desviaciones, Chávez fue entendiendo que
lo que sostenía el proceso bolivariano de transformación no eran el ejército, la
burocracia o el petróleo, sino el poder popular. Hay una gran diferencia entre el militar
que intenta fallidamente tomar el poder mediante un golpe de estado en 1992, el
caudillo populista que luego de recorrer el país completo y enarbolar las necesidades de
cada región, gana las elecciones con 16 puntos de ventaja en 1998 y el líder de masas
que, en 2022, es rescatado de un golpe de estado por el pueblo trabajador y restituido
como presidente en menos de 48 horas. Definitivamente, el contacto con las masas fue
dando a Chávez —que era más un hombre de acción que un intelectual— formación
política y las claves para reforzar el poder popular.
Por ello, al mismo tiempo que formaba un gobierno numeroso y fuerte, basado en
una amplia burocracia y relaciones de lealtad con el ejército, decretaba expropiaciones
populares y formalizaba lo que se conoce como Poder Comunal. Chávez no solo se llevó
a cabo la nacionalización de los hidrocarburos, sino que construyó una industria
nacional para su extracción y con el dinero financió una ambiciosa agenda social.
La alta demanda de hidrocarburos y la construcción de relaciones internacionales
con los 13 países miembros de la OPEP y los cinco de los BRICS, permitieron al gobierno
chavista conseguir ingresos estables, pese a las sanciones estadounidenses. Además,
resultó benéfico el incremento en los precios del petróleo, producto de las guerras que
las potencias imperiales desataron en Asia Sudoccidental (“Medio Oriente”).
De 1998 a 2014 el PIB se quintuplicó, el porcentaje de la población en situación de
pobreza se redujo del 20% al 7%, el desempleo cayó del 17 al 5%. Además, el
analfabetismo se erradicó, se construyeron 2 millones de viviendas sociales y se
fundaron cientos de escuelas, comedores populares e interesantes proyectos de
autogestión. No es que el país viviera en una realidad idílica, pero al menos las mayorías
se estaban beneficiando por primera vez de la renta petrolera y, lo que es más
importante, estaban participando en la construcción del bienestar común.
Para comienzos del siglo XXI, el "progresismo" había llegado a Argentina, Bolivia,
Brasil, Ecuador y Uruguay. Chávez ayudó a formar dos frentes regionales
antiimperialistas: el MERCOSUR y el ALBA. Además, creó un acuerdo con Cuba para
intercambiar médicos, medicina y transferencia tecnológica por petróleo. El panorama
era ligeramente alentador, pero los peligros no cesaban. El gobierno estadounidense
continuaba congelando los activos financieros del gobierno, embargando buques
petroleros y decretando prohibiciones comerciales.
Con todo, los peligros más grandes eran internos. Aunque la derecha se había
debilitado tras su fallido golpe de estado, en los diez años siguientes se reagrupó y
organizó. Gente como Juan Guaidó, Enrique Mendoza, Leopoldo López, Yon
Goicoechea, María Corina Machado y Henrique Capriles (muchos de ellos candidatos a
la presidencia) no cesaron en su intento de desestabilizar al país mediante campañas
negras, alianzas con potencias extranjeras y el uso recurrente de la violencia.
Por si fuera poco, una nueva casta burocrática corrupta se había formado y
fortalecido gracias a la expansión del aparato gubernamental. Sus líderes y cuadros
medios -la llamada "boliburguesía"- en público se presentan como aliados de la
Revolución, pero en realidad solo les interesa estar insertados en el aparato estatal para
conservar sus privilegios, continuar robando del erario y sostener sus redes de
nepotismo. La caída del exministro petrolero Tareck El Aissamy su red de 66
colaboradores por un fraude de 16 mil millones de dólares, deja ver de qué tipo de gente
hablamos.
En síntesis, se trataba -como se sigue tratando hoy- de una contrarrevolución
llevada a cabo por la burguesía criolla, la burocracia y los agentes del imperialismo, que
usan todos los medios a su disposición para intentar acabar con la Revolución
Bolivariana. Chávez dio muestras de comprender esto hacia el final de su vida. En 2012,
pronunció discurso icónico en el que propuso fortalecer el poder popular mediante lo
que llamó un "Golpe de Timón". Sin embargo, justamente por ese tiempo enfermó de
cáncer y pudo dedicarse solo intermitentemente a la política.
Sectores de la boliburguesía se prepararon para contender por el poder. No
obstante, Chávez se adelantó y arregló todo para que Nicolás Maduro fuera presidente
provisional a su muerte. Maduro había sido hasta entonces un aliado fiel y un
funcionario eficiente, de modo que lucía como una opción fiable. Al morir Chávez, en
marzo de 2013, se comenzó la transición.
La inexperiencia, la falta de formación y el poco carisma hicieron mella en Maduro.
Sus primeras elecciones presidenciales (2013) las ganó con tan solo un punto y medio de
ventaja. Para empeorar las cosas, la derecha y el imperialismo intensificaron sus
ataques, pues creyeron que sin Chávez la Revolución quedaba huérfana. En 2014 y 2017
se produjeron episodios de violencia callejera (guarimbas) ejecutados por bandas
paramilitares y orquestados la derecha. Decenas de chavistas y civiles resultaron heridos
y otros tantos asesinados.
Por su parte, el gobierno estadounidense intensificó las medidas de bloqueo a
Venezuela. En 2004, Barack Obama declaró al régimen venezolano como una amenaza a
la “seguridad nacional”. Así, el popular presidente llevó a cabo una acción que ni
siquiera su reaccionario predecesor, el republicano George W. Bush, se atrevió a
realizar. Todo ello hizo que para el gobierno venezolano fuera mucho más difícil captar
inversión extranjera, acceder a crédito o simplemente importar medicamentos,
alimentos y bienes de consumo.
El gobierno de Maduro, acosado como estaba, en lugar de impulsar las medidas de
autogestión de las masas para obtener un sustento popular de gobernabilidad, decidió
apoyarse en la boliburguesía, la policía y el ejército. Reforzó los mecanismos de control
y centralización del poder, justificándolos como medidas para «proteger» la Revolución.
La retórica cargada de frases «radicales» se hizo oficial y toda acción, por errada que esta
fuera, se comenzó a justificar como necesaria para preservar el «legado» de Chávez.
La dependencia de la renta petrolera no ha hecho más que empeorar las cosas. La
volatilidad a la baja en los precios internacionales del petróleo de la década pasada
comprometió el presupuesto gubernamental. Además, las malas decisiones en política
económica impidieron que por años se diversificaran los ingresos del país y se
desarrollara la industria. Así, por ejemplo, las otrora importantes maquiladoras
automotrices venezolanas que en 2007 producían más de 170 mil vehículos, apenas
lograban pasar as 18 mil unidades en 2015.
La alta dependencia de la importación de bienes de consumo, combinada con los
bajos ingresos de la renta petrolera y el decrecimiento de la producción industrial,
produjeron una hiperinflación acumulativa y prolongada. Tan solo entre 2012 y 2016,
los precios al consumidor crecieron un 250% . La respuesta del gobierno no fue el
reajuste presupuestal, sino el incremento del circulante y la declaración de aumentos
cosméticos al salario mínimo y los apoyos gubernamentales. Esto resultó en la
devaluación de la moneda nacional y la formación de un sistema monetario paralelo
basado en el dólar; lo que apuntaló la inflación. Hoy, por ejemplo, un solo dólar vale
3,634,840 bolívares.
El shock económico condujo a casi una década de escasez, almacenes vacíos y
desesperación social, culminando en la migración de más de 4 millones de venezolanos.
Actualmente, la mayoría de las familias en Venezuela tienen al menos un miembro que
ha emigrado al exterior por necesidad. A pesar de que la educación, la renta y los
servicios están fuertemente subvencionados por el estado, la movilidad social se ha
estancado y el ingreso promedio por adulto se ha reducido un 400%, entre 2012 y
2023.
Ante este contexto de decadencia en las condiciones de vida, la crítica orgánica
entre los sectores populares ha emergido y se ha expandido. Independientemente de su
convicción en la Revolución y el chavismo, es muy difícil para un obrero, una
trabajadora doméstica o un campesino comunero no albergar dudas y expresar críticas
cuando el dinero ya no rinde o cuando hay que hacer filas por horas para adquirir
harina, papel de baño o unas piezas de pollo.
Todo esto mientras se ve a gente que trabaja para el gobierno o está vinculada a
funcionarios comerciando con productos y bienes públicos el mercado negro. Esto no
solo detona críticas, sino también protestas y acciones de rebeldía. Rebeldía que,
haciendo un ejercicio de autocrítica, las organizaciones de izquierda no han sido capaces
de concretar en una protesta organizativa de masas que continúe la transformación
bolivariana.
La respuesta del régimen de Maduro ante estas expresiones de inconformidad no
ha sido el diálogo o la revisión de sus acciones. Por el contrario, todo acto de protesta es
explicado como obra de la derecha o el injerencismo extranjero. Sobre todo, el régimen
ha sido duro cuando se trata de iniciativas que buscan promover la organización
popular. Mediante el Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (SEBIN) – la KGB
del régimen– se han coordinado ataques sistemáticos contra activistas, militantes y
organizaciones de base, muchas de ellas chavistas, con posiciones críticas al gobierno.
Líderes obreros como Eudis Girot, Marcos Sabariego, Gil Mujica, Daniel Romero y
Leonardo Azócar han sido encarcelados.
La represión contra las iniciativas populares y los grupos de izquierda
independientes ha alcanzado tal nivel, que en estas elecciones se les retiró la tarjeta
electoral a los Tupamaros, la UPV, el PPT y el Partido Comunista de Venezuela; todas
ellas fuerzas que solían ser aliadas del partido oficialista (PSUV). De este modo, el
régimen de Maduro ha socavado las fuerzas sociales que salvaron a Chávez del golpe de
estado en 2002 y que lo han salvado a él de los intentos de golpe en 2014, 2017 y 2019.
Atacado constantemente por la derecha y con su base social debilitada, el gobierno
se ha vuelto cada vez más dependiente de los aparatos burocrático, policiaco y militar
para sostenerse. Lo que Maduro parece ignorar es que la burocracia solo conoce la
fidelidad hacia los privilegios y el poder. Por su parte, sin respaldo popular, la policía y
el ejército no son más que aparatos represivos que en cualquier momento pueden
rebelarse. No debe ignorarse que ambas instituciones tienen su origen en el régimen
criollo y, a pesar de todos los esfuerzos de Chávez, nunca fueron refundadas para
convertirse en fuerzas armadas populares.
Para terminar de bosquejar el cuadro, hay que señalar que la desesperación del
régimen de Maduro es tal que ha buscado establecer acuerdo con las fuerzas opositoras.
Durante los meses pasados, el gobierno venezolano concretó un acuerdo con su
homólogo estadounidense para reducir las sanciones sobre las exportaciones petroleras
y recibir inversión de las transnacionales petroleras a cambio de permitir la
participación de los representantes de la derecha en las elecciones y que los resultados
fueran auscultables. Es por ello que se ha tolerado que Marina Machado, a pesar de
estar invalidada para ser candidata por haber pedido la intervención extranjera armada ,
sea el cerebro y la líder detrás de la campaña opositora que tiene como fachada al
timorato Edmundo González.
Las contradicciones del régimen alcanzan el nivel del absurdo. Mientras se
persiguen sindicatos y se socavan las bases del poder popular, Maduro restituye tierras y
medios de producción a los grandes propietarios y avanza en la privatización de la
industria petrolera bajo un esquema mixto, en el que participan transnacionales como
Chevron, Repsol y Eni. Todo con la ilusión de que estas medidas le permitirán a su
gobierno salir de la crisis y, eventualmente, recuperar el respaldo social, mediante la
expansión de programas asistencialistas y una retórica más “bolivariana”.
Con lo que no parecía contar Maduro es que la extrema derecha venezolana no
reconocería como propios los acuerdos pactados con el gobierno estadounidense.
Machado – veterana de las guarimbas y los intentos de golpe de estado – representa a
los sectores más radicales de la burguesía venezolana. Ellos no están dispuestos a
pactar, aunque se les ofrecieran todas las garantías para hacer negocios y participar en
las elecciones. Lo que realmente desean es tomar el poder, hacerse del control absoluto
de los recursos del país y destruir todo rastro de las conquistas conseguidas por el
pueblo trabajador en los últimos 26 años. Usan hoy el argumento del fraude, como ayer
llamaron a una intervención armada de Estados Unidos y mañana iniciaran otro
episodio de violencia callejera. Los medios son varios, el objetivo uno: hacerse del poder
a como de lugar.
Hace 8 años, el intelectual y militante crítico que fue Guillermo Almeyra hacía una
reflexión que sorprende tanto por su capacidad explicativa, como por su vigencia:
Todos ellos –desde Maduro hasta sus defensores más ciegos– cuando mucho
alegan que el imperialismo financia una feroz campaña de intoxicación de la opinión
pública y, con sus agentes locales, quieren derribar al gobierno, y que la mayoría de
los medios de información locales –y la gran prensa capitalista internacional– han
conseguido confundir a las mayorías populares. Pero esos argumentos esconden que
del imperialismo y de la extrema derecha no se podía esperar otra cosa y que pedirles
comportamientos democráticos equivale a rogar que un cerdo vuele y, además, que no
es posible disfrazar las dificultades con una vociferante retórica nacionalista burguesa,
pues eso lleva a la pérdida del apoyo de vastos sectores populares chavistas […] que
votaron por la oposición para protestar por la pésima conducción económica, la
escasez, la corrupción y el paternalismo decisionista.
Lo anterior es algo que hay que entender y reflexionar. La crítica al régimen de
Maduro por reprimir toda iniciativa popular para retomar el rumbo perdido debe ser
clara y contundente. Sin embargo, hay que evitar los juicios hechos con el estomago que
dan rienda suelta a la estridencia y el ultraizquierdismo. Hay diferencia entre señalar al
gobierno de Maduro como un régimen autoritario que socava las luchas del pueblo y
calificarlo sin más de una dictadura contrarrevolucionaria. Aquí hay un debate que hay
dar, pero es preciso hacerlo de forma responsable.
Ante todo, las críticas que tenemos no pueden llevarnos a plantear que llevarnos a
plantear que da lo mismo si la derecha concreta su golpe de estado o no. Aún hay
diferencias entre la derecha golpista y el régimen actual, porque así como Maduro no es
Chávez, tampoco es Capriles o Machado.
En este sentido, no hay que tener la menor duda de que el arribo al poder de la
burguesía venezolana -por supuesto, con el aval y apoyo del imperialismo- significaría la
instauración inmediata de una dictadura, como la que existe en Perú, o una
“dictablanda”, como la de Bukele. Además, sería un régimen dictatorial que tendría que
inaugurarse con un baño de sangre. ¿O acaso se cree que se podría contener de otro
modo a la gente que ya hizo una revolución y la ha defendido durante dos décadas
contra golpes, guarimbas y amenazas extranjeras? Un régimen así no solo buscaría
borrar todo rastro sobreviviente de la Revolución Bolivariana, como lo hace maduro,
sino castigar y amordazar al pueblo trabajador que se atrevió a realizarla.
La reorganización del pueblo trabajador en estas condiciones sería
extremadamente difícil, porque sus integrantes estarían mermados, desmoralizados y
proscritos. Esta es una situación a la que se podría estar encaminando el régimen de
Maduro, pero que aun no se concreta. Solo por eso el silencio ante la injerencia
extranjera y el intento de golpe de la derecha simplemente no es una opción; y,
repetimos, esto no implica apoyar al régimen burocrático de Maduro.
Un “golpe de timón” como el que planteó Chávez, orquestado por el pueblo
trabajador organizado, aparece como la única salida para retomar la gran
transformación bolivariana que tanto los troyanos burócratas como los tirios golpistas
se empeñan en enterrar. En esta tarea las fuerzas consecuentes de la izquierda –
prescindiendo de toda autoproclamación como “vanguardia”- tendrían que apoyar en
todo lo que sus fuerzas les permitan.
Desde estas líneas expresamos nuestra solidaridad con el pueblo trabajador
venezolano.