Por Carla Huidobro
Tenemos pendiente ese último café con leche, más que un último adiós, o un último beso, es un «lo lamento, está bien cabrón» o un «wey, lo siento». Ese momento que se quedó suspendido en el tiempo, como una promesa no cumplida, un hilo suelto en la trama de nuestra historia.
Ese café representa no solo el cierre de un capítulo, sino el reconocimiento de todo lo que vivimos, lo bueno y lo malo, lo dulce y lo amargo. Es extraño cómo algo tan simple como un café puede cargar tanto significado, cómo puede ser el símbolo de tantas conversaciones pendientes, de tantas palabras que se quedaron atoradas en la garganta, de risas compartidas y también de silencios incómodos.
Ese café es el pretexto perfecto para mirarnos a los ojos una vez más, para decir todas esas cosas que el orgullo o el dolor nos hicieron callar. Quizás, en el fondo, ambos sabemos que ese café con leche es más una ilusión, una manera de aferrarnos a la idea de que aún queda algo por resolver entre nosotros, cuando en realidad, lo que nos une ya no son los lazos del presente, sino los ecos del pasado.
Aún así, la idea de ese café pendiente sigue ahí, como un punto de encuentro en el laberinto de nuestros recuerdos, un «qué hubiera pasado si» que nos acompaña en las noches de insomnio. Aunque tal vez nunca lleguemos a compartir ese café, el saber que está pendiente, que de alguna manera ambos lo tenemos presente, es una forma extraña de mantener viva la conexión que una vez tuvimos, de no cerrar del todo la puerta a lo que fuimos.
Porque en el fondo, ese «lo siento, está bien cabrón» no es solo una disculpa, sino una aceptación de nuestras fallas, de nuestros errores, y quizás, solo quizás, de ese cariño que, a pesar de todo, nunca se fue del todo.