El título lo tomo prestado de Quino, el gran cartonista argentino, y narro su historieta para ilustrar, a modo de epígrafe, el tema de este artículo. Mafalda se encuentra con Manolito, su amigo rico, que se aplica a leer un recorte de periódico. Le pregunta de qué se trata y él le responde que es la cotización del mercado de valores. “¿De valores morales? ¿Espirituales? ¿Artísticos? ¿Humanos?”, vuelve a preguntar Mafalda. “No, no; de los que sirven”, contesta Manolito.
El cartón ha circulado profusamente y muchos lo habrán leído. Me llegó por uno de los diversos afluentes digitales que desembocan en mi celular y a propósito de las críticas que ha levantado el comportamiento de algunos miembros de la élite morenista.
El episodio en que cada uno de ellos fue grabado (“Lo que Dios no ve los videos lo graban”) carecería de mayor importancia en turistas beneficiarios de un país que se ubica entre los 10 más desiguales del mundo y donde 40.1 por ciento de la población activa percibe ingresos equivalentes al salario mínimo, es decir, 8 mil 364 pesos mensuales para la mayor parte del país (Inegi), y de 12 mil 596.40 pesos para la zona libre de la frontera.
El consumismo conspicuo de esa élite partidaria supone una erogación de 20, 30 o 50 veces el equivalente del salario mínimo de otros tantos meses de trabajo asalariado de tal 40.1, en tres, 10 o 15 días de vacaciones. Quizá sería poco para lo que está acostumbrado a gastar en similares condiciones el 1 por ciento de la población nacional. Un millón se lo saca del monedero, siempre que sea para sus gustos.
Que así gasten unos pocos en relación con la gran mayoría describe esa desigualdad estructural. Pero esto, que es un problema sumamente grave, no le da cabal sentido al aspiracionismo de la cúpula morenista. Es su dinero, dicen sus defensores. Admitamos que así sea. Pero en ese nivel de ingreso y hábitos de consumo, ¿es lógico pensar que los aludidos tengan por identificación fundamental los valores consignados en los lemas de su partido?
La cuestión radica en algo tan elemental como es aquello que se predica en relación con lo que se hace. Morena nace, crece y se instala en el gobierno porque Andrés López Obrador, su creador, logró imprimirle, entre otras cosas, una mística que movía a asumir principios ausentes en la vida pública del país; entre ellos la necesidad de abrazar una austeridad republicana, juarista, acorde con las condiciones en que vive el pueblo de México. Y que los anteriores partidos y sus gobiernos jamás consideraron. Lo suyo era el dispendio y el boato, la competencia por vivir chapaleando en aguas burguesas.
No pasó demasiado tiempo sin que el aspiracionismo clasemediero, combatido por López Obrador, fuera convertido en un novorriquismo rastacuero y en no pocos actos de corrupción por la élite de su partido. Gracias a un furor pragmatista, la maldición de Robert Michels refrendada por Maurice Duverger se cumple en Morena: la tendencia inevitable dentro de los partidos a generar su oligarquía. Una tendencia que declina su compromiso con las causas sociales y lo sustituye por la nuda conquista del poder. Morena, como el resto de los partidos, es ya una máquina electoral cuya burocracia marca su distancia de las necesidades y demandas del pueblo. Todo se traduce en ganar votos para conseguir puestos.
No basta con que el gobierno sostenido por el partido guinda apruebe leyes y medidas populares y que su Presidenta y algunos de los funcionarios de su gabinete se mantengan, de manera insular, coherentes con sus principios fundantes.
Es un problema de convicciones nonatas, de prácticas deliberativas omisas que impiden la participación de la base en la toma de decisiones, de que el peso de la militancia (¿no es ella sabia?) sea el que determine el comportamiento de la dirigencia, y no al revés, como es el caso.
Sería tonto pensar que a alguien como a mí y como a muchos otros les llegara el clamor de esa militancia significado por la crítica hacia sus dirigentes y ciertos funcionarios públicos (antiguos y novísimos morenistas), y no a los líderes de este partido. Por supuesto, les llega, pero no le prestan atención o lo desestiman con cualquier cómoda artillería (“resentidos”, “puros”, “cómplices de la derecha”, “traidores”).
Lo de menos es que la oposición hipócrita, ocultando los comportamientos de sus máximos representantes, ahora dándose vida de emires en España, le ponga el amplificador a esos actos u otros decididamente menores. No será esta la causa del debilitamiento morenista; su sarcopenia le vendrá por la falta de coherencia entre lo declarado y lo hecho.
Unas cosas se van engarzando con otras. Un partido que promete una regeneración nacional y se atribuye ser la esperanza de México, poniendo para ello a los pobres como prioridad de su horizonte político, requiere ante todo construir una pedagogía dirigida a la sociedad, y de manera inmediata hacia su militancia. Esta pedagogía no puede ser otra que la de las acciones; sobre todo la que resulta de las de sus dirigentes, y más aún, de las de aquellos miembros suyos que ostentan responsabilidades públicas.
Baste una mirada somera a las acciones de su élite partidaria, de los gobernadores, de ciertos secretarios de Estado, directores de unidades estratégicas, no pocos diputados y senadores, líderes sindicales situados en sus filas para saber que, a pesar de foros, mesas de discusión, conferencias, programas televisivos, los intentos de pedagogía regenerativa se ven aplastados por una contrapedagogía mucho más efectiva: esa que precedió a Morena.