A medida que envejezco, más ganas me dan de creer que la muerte no termina con todo esto que siento y que percibo. Porque, aunque tengo la certeza de que en los minerales que están en la tierra y en el cielo, hay una vida aún más dinámica que la que tienen mis neuronas, no deja de ser “otra vida”, con otras relaciones; ajenas al entrañable tejido de amores, ardores, y batallas que conozco tanto. Y es que, como decía Hitler, uno ama lo que conoce; y fuera de saber que somos parientes del calcio de los caracoles y de las estrellas, y que no es un imposible que exista alguna forma de relación entre ellos, difícilmente podré reconocer como interlocutor a una galaxia. Por eso me gusta recordar, no sólo que existen en el mundo 2.5 billones de gentes que le apuestan a reencontrarse con los amigos después de la muerte, sino que he sabido de algunos que se han asomado a otras dimensiones de percepción a través de ciertas anomalías que suceden en el tiempo, y que quizá pudieran ser indicios de que existan otras puertas. Aunque la verdad, la fe en el mensaje de la resurrección, donde de plano uno aprende a resucitar, es la ruta recomendada en coro por todos los ancestros, y algo tendrá de cierto, o de deseable, para que durante todos los accidentes que caben en más de dos mil años, siga siendo la selección oficial de la inmensa mayoría, que firmemente cree en la resurrección de la carne, y la vida perdurable, amén.
(EC/AM)