Mi abuela Fifi, quiso encargarse de la cámara nupcial en el Rancho, donde los novios iban a pasar la noche de bodas; y puso alrededor del galerón de la trilladora las lonas que se usaban para tapar los camiones, para que los recién casados se hicieran la ilusión de que estaban en el desierto en una tienda de las 1001 noches. La novia notó los espejos y las enredaderas de flores, y se sorprendió de que Fifi, su madre, tan seca y tan fría, se aprontara, no sólo para improvisar un lugar para que el que ella llamaba “el Pachuco ese” le hiciera el amor a su hija, sino para ser capaz de crear una atmósfera acogedora en el garage de las máquinas. No fueron 1001 noches; fue sólo esa una, porque al otro día el pachuco debía volver a su trabajo en California y a la flamante esposa la devolvieron en el puente por un supuesto punto en el pulmón derecho. No volvieron a verse hasta un año después, cuando yo ya había nacido, producto de los ardores primerizos de aquella noche en la carpa del desierto. Para entonces, se había desviado irrevocablemente el curso de su historia, la de ellos y la mía. Y yo le debo ser hija de divorciados a los oficiales de migración que estaban de guardia, cuando a mi mamá no la dejaron pasar para el otro lado.
(EC/AM)