Hoy me encontré un hombre que se aventuró a decirme que él podía curarme. Era un taxista y el viaje duró menos de 15 minutos. El ofrecimiento surgió porque para feriar un billete yo me bajé a comprar dos aguas y le regalé una. En realidad compré dos para que la cajera no se negara a cambiarme, pero él lo tomó como una consideración y quiso darme algo. Al principio sólo contemporicé con la fe que aquel chofer tenía en sus dones de curador; pero cuando reparé en que me estaba dictando todos mis síntomas, incluyendo la ausencia de sudor y de emociones y el insomnio persistente, me acerqué al asiento de adelante y el aprovechó para agarrarme el pulso sin permiso y declaró que no tenía ninguno porque yo lo había perdido.
Me recetó que alguien me salpicara de agua sin aviso por tres días antes del mediodía, que tomara vitamina A, B, y C, y un licuado de tomatillo crudo en agua y un limón, y que botara toda medicina. Todo en menos de 15 minutos. Dijo que se llamaba Mario y se fue. Y yo me acordé de cuando menos otros dos Ángeles que se me han atravesado. Uno que me salvó la vida, y otra que me mandó a rezar en viernes. Ya compré los tomatillos y mañana tiro las pastillas. Lo difícil será encontrar quien se atreva a salpicarme de agua antes de las 12 sin aviso.