Mi tía Chonita, unos meses antes de morir, me enseñó un recorte de un periódico de El Paso, Texas, de los primeros años del siglo pasado, en donde se veía a un Rinche disparando su pistola hacia una ventana en los pisos superiores de un edificio de ladrillo. Esa foto fijó el momento exacto en que la madre embarazada de mi abuelo Comanche, era muerta por asomarse a ver el tiroteo de los Rinches que andaban persiguiendo a alguien. Mi abuelo y su hermano de 4 años se perdieron en el misterio porque nadie volvió a saber de ellos, ni de su padre, el esposo de la Comancha muerta, fuera de lo casi nada que mi abuelo dijo, y que resumía una infancia huyendo, de no sé qué, durante un largo periodo en el desierto de Chihuahua, el regreso de él a la reservación en Nuevo México y que su hermano mayor se había vuelto misionero. Uno jamás sabrá lo que los ancestros tuvieron que pasar para conservar la vida suya, y la nuestra, en consecuencia. Y hoy, que es de esos días en que el desaliento me apachurra, le mando mi amor y mi agradecimiento a ese Comanche niño, que atravesó el desierto, que pudo con tanto sin caer en la tentación de haberse muerto, y que se llamaba con un nombre seguramente impuesto por los apremios de la huida, por algo que su padre, mi bisabuelo viudo, hizo como respuesta a aquel disparo del Rinche, que les, que nos, cambió la vida; y que obliga a que venga lo venga: ¡PECHO AL FRENTE!