En el calendario moderno, dentro de 2 años, 3 meses y 3 días, se cumplirán 500 años del inicio de la expedición, trágica y gloriosa, que trajo a Alvar Núñez Cabeza de Vaca, y a los primeros hombres blancos, a pisar esta tierra norteña en 1527; 35 años después del descubrimiento de América. La Corona española les había encomendado la exploración del territorio al norte de Soto la Marina. Cortez y sus hombres, que habían conquistado Tenochtitlán sólo 4 años antes, había avanzado en sus descubrimientos desde el sur hasta ese punto; pero nomás por la orillita de la costa, sin atreverse tierra adentro por miedo a las feroces tribus nómadas que habitaban aquí, y que de hecho impidieron la colonización durante doscientos años. Cabeza de Vaca tenía entonces menos de treinta años pero venía con el importante cargo de alguacil y tesorero de la expedición. De los 600 hombres, 80 caballos y 12 mujeres, que embarcaron, sólo él y otros tres sobrevivieron después de naufragar, sufrir y atestiguar la vida desde dentro de 2,400 kms de este territorio norte, y ser cautivos de varias tribus, en donde fueron esclavos, comerciantes, y a veces dioses.
Quien haya ido a Soto la Marina, con sus olas bravas azotando la costa, se podrá imaginar los confines del mundo que era ese lugar entonces a los ojos de esos hombres. Yo sí he ido. Y sé lo que es tratar de mantener la calma bajo las furiosas constelaciones que ahí confunden a los fuereños por las noches. Una belicosidad de la naturaleza que contrasta con la superficie inamovible de la Laguna Madre y de la cadencia translúcida de los reptiles gigantescos. Inquietante, como el aleteo leve de mi corazón, por un hombre que me enamoró alguna vez y que era hecho de por esos rumbos; una criatura igual de violenta y suave, como son los elementos de ese lugar, que Cabeza de Vaca vio con sus ojos cuando llegó por estas tierras hace casi 5 siglos.