Enrique Alfaro fue un gobernador en constante choque con la prensa no controlada. Solía responder malhumorado o abiertamente confrontacional ante preguntas que le molestaban; era un servidor público en constante huida hepática, cada vez más enojado conforme era preguntado sobre temas de los cuales no podía responder con veracidad, sobre todo los relacionados con el cártel de máximos jefes asentados en la entidad y con el récord de personas desaparecidas.
Relevó, entre esperanzas de mejoría gubernamental, a Jorge Aristóteles Sandoval Díaz, el priísta que fue asesinado en un bar de Puerto Vallarta dos años y 13 días después de dejar el cargo, en un contexto sumamente cargado hacia los temas del crimen organizado. Alfaro había sido presidente de Tlajomulco, municipio conurbado con Guadalajara, capital que también presidió. Ya como gobernador, se fue alejando de manera consistente y creciente de las expectativas de «cambio» positivo que había postulado desde Movimiento Ciudadano.
Luego de que dejó el gobierno jalisciense viajó a Madrid, donde dijo que estudiaría para ser director técnico de equipos de futbol, con la aspiración de llegar a manejar al histórico equipo de Guadalajara, las Chivas.
Ahora su nombre se ha reinstalado vertiginosamente en los medios mexicanos de comunicación debido a las omisiones o complicidades que durante su administración permitieron o propiciaron el crecimiento del cártel regional que tiene presencia nacional e internacional y, en particular, por el hallazgo de un rancho en el municipio de Teuchitlán, a una hora de Guadalajara, que era centro de concentración, entrenamiento y exterminio de personas secuestradas.
La reinserción de Alfaro, contra su voluntad, a la arena política nacional y regional, en formato de asuntos judiciales, puede ayudar a su sucesor, Pablo Lemus, a zanjar una relación difícil entre bandos del mismo Movimiento Ciudadano. Lemus es la cabeza de un grupo que internamente confrontó a Alfaro, aunque a fin de cuentas marcharon electoralmente juntos para evitar que una creciente oleada de votos a favor de Morena (a pesar de una mala candidatura guinda a la gubernatura) pudiera arrebatar el poder a los naranjas.
En el plano nacional tampoco tiene Alfaro el mejor escenario. Palacio Nacional y la Fiscalía General de la República empujaron para que el caso de Teuchitlán haya sido atraído al fuero federal. Cierto es que Alejandro Gertz no es garantía de celeridad ni ánimos justicieros genuinos (una de las recientes muestras la ofreció en Sinaloa, con sus primeras investigaciones sobre el caso Chapito-Mayo-Cuén-Rocha Moya, que de ahí no han pasado), pero en esta ocasión podría ir más allá del bostezo para enderezar acciones judiciales contra miembros del poder naranja jalisciense, que es uno de los pocos estados donde la ola guinda no ha podido hacerse del gobierno.
En el fondo, sin embargo, y más allá de los pleitos políticos y electorales, Teuchitlán exhibe en toda su contundencia la ineficacia y complicidad de los tres niveles de gobierno (municipal, estatal y federal), sea cual fuere su bandera partidista. Ciertamente le corresponde a Enrique Alfaro una importante cuota de responsabilidad política, histórica y ¿también judicial? por las desapariciones sistematizadas y la prosperidad e impunidad del cártel denominado como jalisciense.
Pero no se queda en el nivel estatal la corresponsabilidad; alcanza al fuero federal, a la Guardia Nacional, que fue el primer cuerpo policiaco-militar que puso a Teuchitlán en un expediente atenuado, aparentemente sin darse cuenta de la dimensión de lo que estuvo ante sus ojos. Y los cuerpos de inteligencia y operaciones de las secretarías de la Defensa Nacional y la Marina, así como el Centro Nacional de Inteligencia, como parte del aparato gubernamental obradorista y su continuidad en la actual administración. ¡Hasta mañana!
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