Yo planeaba hoy ir a desayunar al Parque México; a un cafecito aquí en la Capital en donde sirven panes de mantequilla de la forma como se hacían hace más de un siglo en mi tierra, donde todos mis ancestros maternos eran panaderos venidos con Escandón en la colonización tardía que trajo de Cantabria. Habían llegado en el siglo 18 a Burgos, en la Sierra Chiquita de Tamaulipas; y habían extendido su fama de buenos panaderos hasta Jiménez, que era entonces pueblo más principal, por su manejo de la mantequilla. Mi tatarabuela Inez Treviño, una criolla alta y flaca como un palo, comandaba su gente sin compasión, porque decía que no debían perdonar los que no se sabían equivocar. Y ella nunca erraba. Y fue bajo su mando de viuda empoderada que bajó con sus hijas y sus yernos a establecerse en la Costa fronteriza; en donde por el Camino Real, armó su negocio de pan de mantequilla, enviando a sus jóvenes nietos, desde el amanecer, a recorrer los caminos de las rancherías del rumbo Del Mar. En esas veredas hallaron, unos la fortuna, y otros el amor. Del romance de la hija de uno de esos nietos nací yo, que fui concebida en la luna de miel, y que a pesar haber sido en un rancho bañado por la luz azul de las noches de junio, fue un fogonazo que no duró, a pesar de que el plan era muy otro. Hoy yo tampoco logré mi plan de ir a comer panes de gusto centenario, y me conformé con ser feliz con los tlacoyos que venden aquí enfrente, en el mercado.