Por: Libertad García Cabriales
Esas personas que se ignoran, están salvando al mundo
J. Luis Borges
Ángela tiene ojos grandes y pies que corren todo el día como gacela. Vive en un ejido alejado de un pequeño municipio tamaulipeco. Abre sus ojos al alba para poder hacer las muchas tareas cotidianas. Pone la lumbre para el desayuno de sus hijos, café y tortillas con frijoles, me dijo alguna vez. Después camina con ellos durante una hora para llevarlos a la escuela. A su regreso, se va de prisa a la recolecta de oreganillo para ayudarse vendiéndolo en la tienda grande. Tiene sus manos estragadas por ese quehacer, pero nunca se ha fijado en eso, ni tiene cremas para cuidarlas. Lo importante para Ángela es el recurso obtenido para ayudar la economía familiar. Su esposo se fue hace años allá con los gringos, platica con mirada triste. Y ya tiene un año sin mandar dinero.
Pero Ángela no para. En la tarde, va por sus hijos a la escuela. Sus piernas vuelan con el corazón agitado para llegar a tiempo. La maestra María se ha ofrecido solidariamente a cuidárselos un rato después de la salida, porque conoce su situación. Además la escucha, le ofrece café cuando hace frío y limonada cuando el sol arde en el camino. Ese momento junto a la maestra de sus niños es un bello respiro para Ángela. Pero es corto, pues todavía le espera mucho para hacer cada día. Los niños siempre llegan con hambre. Atiza la leña y les prepara la comida que es también cena. Compra fideo y frijol en la tienda con el pago del oreganillo. Leche y la mitad de un queso dos veces a la semana. Con la beca les compra cosas útiles y zapatos para la escuela. Después de comer les da permiso de jugar y más tarde ayudarle a limpiar la pequeña milpa de maíz y calabazas. Les pide hagan sus tareas escolares. Ella sólo llegó a tercero de primaria, pero quiere verlos maestros, doctores, ingenieros. Para eso vive. Piensa en ello mientras lava la ropa en un baño grande que le regaló su madre. Se bañan con el agua helada de un tanque y se acuestan temprano en dos colchones viejos, pero el sueño llega pronto y se duermen tranquilos, esperando que el gallo cante otra vez al alba.
Lejos de ahí, en la frontera estatal, Pepe trabaja en una de las llamadas tiendas de conveniencia. Le pagan poco pero le dan seguro y eso le sirve para curar su diabetes. Saliendo del trabajo va a la secundaria nocturna. Se atrasó en los estudios por cuidar a su abuelo. Sueña con ser periodista y contar las historias de su gente, decir las verdades de las mujeres y los hombres de su pueblo, con sus cosas bonitas, pero también las feas. Alguna vez su tío Benito, lector incansable, le contó la historia de Belisario Domínguez, el médico, periodista y político asesinado por la dictadura huertista y de quien se cuenta le habrían cortado la lengua por decir verdades con valentía. Pepe admira la heroica figura de Don Belisario y no se arredra. Quiere aprender, estudiar mucho y contar historias que ayuden y reconozcan el trabajo de su gente.
Patricia es bella como bella es su casa, una residencia con un jardín de ensueño en una colonia de enormes bardas del sur de Tamaulipas. Nunca ha pasado privaciones, estudió por gusto en una universidad extranjera, pero nunca ha trabajado porque decidió dedicarse a formar sus hijos. Eso es bastante, decía hace años cuando eran pequeños. Pero pronto crecieron y se dio cuenta que su vida era aburrida, se hartó de las horas de gimnasio, de los chismes de las meriendas y las compras de joyas, bolsas de colección y ropa de marca. Su marido ha tenido suerte en los negocios y siempre le cumple sus deseos. Le pidió apoyo para fundar una asociación filantrópica y ahora dedica gran parte de sus días a resolver problemas grandes y pequeños de familias marginadas, consiguiendo donaciones, dando su tiempo para mitigar el sufrimiento, para dibujar sonrisas en los rostros de la pobreza. En esa labor ha encontrado sentido para su vida, realización, saber que cuando se vaya de este mundo habrá dejado una pequeña huella en la comunidad. Y no lo publica ni lo presume.
Abrir los ojos es el reto. Ver el dolor que nos rodea, por supuesto; exigir respuestas, participar en las soluciones. Pero también hacer y reconocer los pequeños grandes aportes de cada persona. Hacer conciencia de la vida única como oportunidad para hacer y trascender. Ángela, sus hijos, la maestra María, Pepe, el tío Benito, Patricia, usted. Todos ponemos granitos para construir, hacer patria. Cada esfuerzo es importante. Los que hoy relato son sólo algunos ejemplos de los millones de personas que diariamente se levantan y edifican en nuestro Tamaulipas. Es necesario reconocer, reconocernos cada quien en nuestros quehaceres diarios. Todo suma. Todo construye. Todo transforma. Frente a las noticias desoladoras en todo el mundo, frente a quienes provocan tanto dolor, sigamos construyendo cada quien con los ojos y el corazón abierto. Y reconozcamos a los ignorados. Bien decía Borges: esas personas están salvando el mundo.