por Guadalupe Correa-Cabrera
A unos días de que termine su sexenio Andrés Manuel López Obrador (el 30 de septiembre de 2024), vale la pena analizar su legado. Este popular y controvertido personaje pasará a la historia—lo queramos o no—como un “transformador” y, para algunos, como un presidente que logró revolucionar las conciencias y que fungió como el arquitecto de un verdadero cambio de régimen [político] en México. Tanto aliados como adversarios reconocen el alcance del cambio logrado bajo su mandato, pero difieren en su evaluación cualitativa, ética y moral sobre los resultados del mismo.
Para algunos, el presidente que hizo campaña y gobernó con el lema de “primero los pobres”, desafió al neoliberalismo y lucho por reducir los privilegios de los más adinerados, buscando siempre defender al Pueblo y a la soberanía de México (y sobre sus recursos naturales). Para otros, AMLO sí resultó ser un “peligro para México”, pues (para ellos) destruyó la democracia, se alió (supuestamente) con el narco e inició un régimen que ahuyenta las inversiones (particularmente la inversión extranjera), lo cual al final minará el desarrollo económico de nuestra nación. En realidad, la administración de López Obrador resultó ser un periodo repleto de claroscuros, que cada quien juzga de distinta manera, según su perspectiva ideológica. No obstante, existen hechos innegables que vale la pena destacar y que caracterizan el legado de quien ha sido uno de los presidentes más populares en la historia reciente de México.
Por un lado, López Obrador consolida un modelo para supuestamente asegurar el “bienestar” de los mexicanos más necesitados. Así, surgen y se extienden los llamados “programas del bienestar”, que muchos consideran quizás su mayor legado y que alcanza a los grupos más vulnerables del país, entre los que destacan los adultos mayores, las madres solteras y los jóvenes sin empleo (que están “construyendo el futuro”), entre otros. Todo ello se da, supuestamente, en un contexto de lucha contra el neoliberalismo y los paradigmas de la “derecha”, la gradual eliminación de privilegios para los ricos y el fin de una vieja clase política de conservadores y reaccionarios (usando las frases del hoy aún Presidente). No obstante, la realidad parece contradecir el análisis oficialista de lo que fue el obradorismo.
Sin ideologías, ni filias, ni fobias, los datos hablan por sí mismos y nos dibujan una realidad muy distinta a las aspiraciones del proyecto obradorista. En primer lugar, el gobierno de “primero los pobres” benefició de manera incuestionable a los más ricos de México; en otras palabras, los multimillonarios mexicanos son más ricos que nunca. Durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador, las personas más ricas del país han visto crecer su patrimonio en más de 79,000 millones de dólares (fuente: Expansión, 11 de abril de 2024). El hombre más rico de México, Carlos Slim Helú, resultó ser el más beneficiado durante el periodo del gobierno de la Cuarta Transformación (4T).
Por otra parte, se aspiraba en el discurso oficialista del obradorismo a eliminar al denominado “PRIAN” de la escena política nacional. En realidad, se fueron incorporando a Morena—el partido que fundó López Obrador—figuras claves del priismo y el panismo (ya decadentes) que fueron ocupando puestos estratégicos en la administración pública y comenzaron a gobernar los estados y municipios de México—ahora vestidos de guinda. Nadie puede negar que Morena retomó lo mejor y lo peor (en todos los sentidos) de los partidos que supuestamente más aborrecían sus miembros de “izquierda”. Al llamado de unidad y deseosos de seguir avanzando electoralmente, los miembros y partidarios de Morena optaron por el pragmatismo de incluir en sus filas a actores oportunistas y chapulines que no sólo representaban al PRI y al PAN, sino también a otros partidos parasitarios, como el Partido del Trabajo (PT) o el Partido Verde “Ecologista”. Esto nos muestra, en la práctica, la incorporación de una parte clave del PRIAN en Morena (además de los fundadores del partido que eran de extracción priista).
Pero el verdadero legado de López Obrador se consolida en la recta final de su sexenio. En realidad, podríamos pensar en un verdadero cambio de régimen, que vuelve a centralizar el poder, o concentrar el mismo en un solo partido—antes verde, blanco y rojo; ahora, color guinda. La aprobación de la reforma judicial constituye uno de los últimos eslabones de un nuevo régimen anclado otra vez en el centralismo y quizás (más adelante) en la existencia de un partido único efectivo (o hegemónico). Entonces, el legado de Andrés Manuel López Obrador es el regreso a una especie de era priista, pero ahora con los militares, fuera de sus cuarteles, jugando un papel fundamental en la vida de México. En otras palabras, el verdadero legado del obradorismo es un sistema de partido único con un toque esencial de militarismo. El papel de los militares se vuelve central en este nuevo régimen, en el cual se amplían los programas sociales, se avanza en la hipervigilancia y se beneficia de manera muy especial al gran capital. Las grandes obras de gobierno y sus contratistas hacen un uso primordial de las fuerzas armadas, a quien llama López Obrador el “Pueblo uniformado”—sin considerar el papel de los ‘Generales’ y otros mandos superiores que llegaron antes que él, que toman decisiones y que definitivamente no son Pueblo.
AMLO resultó ser, por mucho, un genio de la comunicación y la mercadotecnia política. A su carisma y capacidad para comunicarse con el Pueblo, lo acompañaron actores expertos en hacer propaganda para el régimen, que promete será uno nuevo, más no revolucionario, sino más bien producto de una reacción que nos lleva a un régimen (ahora militarizado) de partido (quizás) hegemónico. Y ésta no es una crítica, es simplemente la descripción de la realidad, una vez finalizado el primer piso de lo que el obradorismo llama “Cuarta Transformación”.