Por Carla Huidobro
Caminan juntos, uno más en una larga procesión que no empieza ni termina con ella. Él, con la autoridad de su cátedra y la sofisticación de su discurso, la lleva por senderos marcados no por la curiosidad científica, sino por la seducción calculada del poder.
No eres la primera, le susurra el viento entre los árboles del campus; tampoco serás la última. Las sombras de otras antes que ella se alargan bajo las farolas, cada una llevando la misma marca de atención especial, cada una atrapada en el mismo ciclo de promesas envueltas en el papel de la mentoría.
Esto no es amor, aunque se disfrace con la ternura de un interés personal. Es violencia, una violencia que no deja marcas visibles pero erosiona la integridad y la voluntad. Es un abuso de poder, el juego cruel de un depredador académico que usa su posición para envolver, no para iluminar.
Las víctimas, aunque silenciosas, comparten una hermandad no querida, unidas por la experiencia compartida de haber sido elegidas no por su potencial académico, sino por su vulnerabilidad ante su estatus y su manipulación astuta.