Por Carla Huidobro
Hablar de la mentira como un mecanismo de defensa es, en primera instancia, invocar su esencia más ambigua y, a la vez, su más oscuro encanto. Aunque el acto de mentir casi siempre se reviste de un halo negativo, un enfoque distinto podría revelarnos matices más comprensivos, más humanos. Es aquí, en esta reflexión, donde pretendo desentrañar esos matices, explorando cómo la mentira se convierte en un recurso de supervivencia, un escudo contra el desamparo emocional y, a veces, un vínculo secreto entre lo que somos y lo que deseamos ser.
La mentira, esa evasiva de la verdad, no nace de un vacío. Tiene sus raíces en el profundo suelo de nuestras inseguridades, miedos y deseos más escondidos. Mentimos para protegernos, para evitar el dolor de los demás o el propio, para construir una versión de nosotros mismos que pueda enfrentarse al mundo sin desmoronarse. La mentira, en este sentido, actúa como un bálsamo temporal sobre las heridas que aún no estamos listos para exponer.
Pero, ¿qué ocurre cuando la mentira se convierte en nuestra única defensa? En el universo de las relaciones humanas, la honestidad sostiene los pilares del respeto y la confianza. Al abusar de la mentira, socavamos estos cimientos, arriesgándonos a perder no sólo a quienes amamos, sino también partes esenciales de nuestro ser. El riesgo inherente de vivir tras un velo de falsedades es el de encontrarnos, un día, frente a un espejo y no reconocer el reflejo que nos devuelve la mirada.
En mis versos, he explorado la mentira no solo como un acto de falsedad, sino también como una confesión de vulnerabilidad. En cada mentira que decimos, hay un grito silencioso que busca ser entendido, ser aceptado a pesar de nuestras fallas. No justifico la mentira, pero busco entenderla desde una perspectiva más amplia, más compasiva. A veces, mentir es simplemente la forma en que alguien pide ayuda antes de aprender a hacerlo con palabras de verdad.
Reflexionar sobre la mentira como un mecanismo de defensa nos lleva inevitablemente a cuestionar nuestras propias verdades: ¿son absolutas, son justas, son necesarias? La realidad de cada persona es un tejido complejo de percepciones, emociones y experiencias. En este intrincado diseño, la mentira y la verdad coexisten y se entrelazan, revelando que, a menudo, la línea que las separa es tan frágil como el hilo de una telaraña.
Concluyo este paseo por el laberinto de la mentira con una invitación a la reflexión. No es mi intención absolver la mentira, sino entenderla y, en ese entendimiento, hallar caminos hacia una mayor sinceridad y empatía en nuestras interacciones. Que la mentira no sea un refugio permanente, sino un recordatorio de nuestra imperfección y nuestra eterna búsqueda de significado en la conexión con el otro. En la aceptación de nuestras verdades y mentiras, tal vez podamos encontrar la clave no solo para defendernos, sino para vivir con una honestidad más profunda y valiente.