Por Carla Huidobro
Ayer, en la cena, los oí hablar con esa soltura que hiere, con esa ligereza cruel que se burla sin saber que lastima. Sus palabras, vestidas de chiste y sarcasmo, caen como puñaladas en la tela ya desgarrada de mi memoria. Y yo, entre ellos, observo y callo, porque mi voz parece pequeña ante la magnitud de su ignorancia.
¿Cómo decirles, con este dolor antiguo que me acompaña, que lo que a ellos les parece broma es para mí un eco de gritos callados? ¿Cómo explicar que cada risa que acompaña una frase machista me retuerce el alma, porque no son solo palabras, sino recuerdos de manos que no debieron tocarme, de palabras que no debieron herirme?
Miro sus caras, iluminadas por la alegría ignorante de quien no ha sido marcado por la sombra. Quisiera contarles, abrir este libro cerrado de mi vida y mostrarles las páginas que he tenido que aprender a leer en la oscuridad. Quisiera que mi confesión los sacudiera, que mis palabras los hicieran temblar y entender.
Pero me quedo quieta, con el corazón apretado entre las costillas, escuchando cómo el machismo se sirve en la mesa familiar como un plato más. Y pienso, con una tristeza que me abraza, que tal vez un día, en un arrebato de valor o en un susurro de desesperación, les diré: «Yo también he estado ahí, yo también he sufrido eso.»
Hasta entonces, me trago mi verdad con cada bocado, esperando el momento en que el silencio se rompa, no solo en mi mesa, sino en todas las mesas donde palabras venenosas se disfrazan de humor.