Por Juan Villoro / Reforma*
Algunas ciudades mueren de éxito; se vuelven tan atractivas para los turistas que expulsan a sus habitantes. Barcelona, París y Florencia se han convertido en sitios que se exhiben a sí mismos: no se distinguen por generar vida urbana, sino por representarla con la lógica del museo o el parque temático. Su belleza es innegable, pero han perdido la improvisada creatividad que alguna vez hizo que ahí los ladrillos se ordenaran de otro modo.
Luis Fernández-Galiano, notable intérprete de la arquitectura y el urbanismo, describe de este modo los espacios pensados para el espectador, no para el inquilino: «Construimos ficciones replicando edificios, mimetizando ambientes y escenografiando relatos», señala en su libro Textos críticos. La ciudad se despliega como un espectáculo para el paseante que paga por verla.
La Ciudad de México es menos cotizada como bastión del turismo, pero experimenta cambios que vale la pena mencionar. Algunas colonias se han vuelto merecedoras de una palabra tan desagradable como la realidad que describe: «gentrificación». Los inmuebles que eran habitados por gente del barrio se remodelan en busca de otros clientes. Esta tendencia mejora el paisaje urbano, activa el consumo y trae sugerentes opciones que van de las clases de yoga a la comida vegana, pero no todos pueden pagar por vivir ahí.
¿Es posible que la calidad de vida coexista con la justicia inmobiliaria? Viena dio con una fórmula eficaz para resolver esta tensión: el 25 por ciento de las viviendas pertenece al gobierno y se alquila con un criterio social, no especulativo. La ciudad garantiza que al menos una parte de la población permanezca en el mismo sitio.
Muy distinto es el caso de los escenarios destinados a recibir visitantes lucrativos. Durante una década di clases en Barcelona. Al comenzar, todos mis alumnos vivían en la ciudad; al terminar, la inmensa mayoría vivía en ciudades aledañas y tomaba el tren para ir a clases. Las zonas céntricas se habían vuelto patrimonio de extranjeros.
La Ciudad de México se modificó durante la pandemia con la llegada de nómadas digitales que buscaban buen clima, menos restricciones para sobrellevar la amenaza del virus y precios asequibles. El fenómeno parecía temporal pero numerosas empresas descubrieron que era más rentable tener a los empleados en casa que pagar oficinas. Así surgió el peculiar «nómada sedentario», que no paga impuestos donde vive y trabaja en un plano virtual.
Mi hija Inés fue la primera en advertir que nuestro barrio se llenaba de extranjeros. De pronto, una taza de café costaba el doble y el menú estaba en dólares. Como otras veces, mi primera reacción ante lo nuevo fue negarlo. Sin embargo, no me costó trabajo descubrir que Inés tenía razón. Los «invasores sutiles», como Sartre llamó a los turistas, podían ser descubiertos por su inconfundible código de vestuario: bermudas, sandalias, sombreritos de paja y camisas de seis colores. La calle parecía Hawái.
A los pocos días, mi esposa y yo vimos que un edificio había sido agradablemente remodelado. Por mera curiosidad hablamos para preguntar por los nuevos departamentos. La sorpresa no sólo llegó con el precio sino con el tamaño: 20 metros cuadrados costaban tres millones y 50 metros, cinco.
Un amigo arquitecto nos dijo que en México está prohibido escriturar espacios de menos de 40 metros. ¿Las áreas comunes e incluso el tinaco se incluían en la transacción? Para cerciorarme, le escribí a un amigo notario y me respondió: «Efectivamente, la superficie mínima de una vivienda es de 40 metros cuadrados. Te responderé muy a lo mexicano: no se puede… pero se puede. En México no está regulado un derecho de propiedad conocido como coliving en el que hay viviendas de poco metraje. En zonas de nómadas digitales los constructores crean condominios bajo esta figura siendo que no está permitido… tampoco prohibido».
En su primera página, la Constitución de la Ciudad de México recuerda que este sitio fue fundado por migrantes y nunca dejará de acoger a quienes vienen a integrarse. Ninguna ciudad digna de su nombre puede ser una fortaleza feudal, cerrada a los extraños. Sin embargo, la tecnología ha permitido una existencia paralela. Los nómadas digitales rentan costosos espacios reducidos porque en rigor no están aquí: viven en la pantalla.
Mientras tanto, otros luchan por sobrevivir en la realidad.
Link original en Reforma:
https://www.reforma.com/nomadas-digitales-2024-05-24/op271626