Por Guadalupe Correa-Cabrera
Mi primera visita a Nuevo Laredo, Tamaulipas fue en noviembre de 2011. Yo vivía en Brownsville, Texas. Bastantes cosas han pasado en Nuevo Laredo desde entonces, y muchísimas más sucedieron a partir de la llegada de los Zetas a la ciudad en los primeros años de este siglo. Asesinatos, persecuciones constantes y enfrentamientos entre bandas del crimen organizado; balaceras; fuga de reos de los penales; muerte y tortura de usuarios de redes sociales que reportaban sobre situaciones de riesgo y violencia—por ejemplo, el caso de la bloguera conocida como la “Nena de Laredo” o “NenaDLaredo”; el asesinato del general Manuel Farfán Carriola, jefe de la policía de Nuevo Laredo en febrero de 2011; decenas de decapitados y personas mutiladas con “narco-mensajes”, entre muchos otros eventos desafortunados, marcaron la historia, en ese momento, de la llamada “capital aduanera de América Latina”.
Dicha ‘capital’ también fue la ‘cuna’ de los Zetas. Aunque los primeros encuentros de los Zetas “originales” (exmiembros de las fuerzas especiales del ejército mexicano) con Osiel Cárdenas Guillén (quien era entonces el líder del Cártel del Golfo y los contrató—según versiones periodísticas—como su guardia pretoriana) se dan supuestamente en Matamoros, se podría decir que el ‘modelo’ de los Zetas se originó y se experimentó primero en la ciudad fronteriza de Nuevo Laredo, Tamaulipas. Ahí, cuenta la historia, se les envió para proteger la principal plaza del Cártel del Golfo, supuestamente de las intenciones de entrada de la gente de El Chapo (es decir, del Cártel de Sinaloa). Ahí crecieron, se hicieron fuertes y exportaron su modelo hacia muchas otras partes del país—y más allá.
Yo me enfocaba en el estudio del crimen organizado en la frontera México-Estados Unidos y, para comprender mejor el fenómeno, decidí viajar a Nuevo Laredo desde Brownsville—cruzando desde Laredo, Texas—y recorrer las calles de esa ciudad en compañía de una amiga que había nacido en la frontera y a quien le interesaba lo que pasaba en el país donde había nacido parte de su familia. Sabíamos que la ciudad era peligrosa y que preguntar mucho o tomar fotografías estaba prohibido, pero no sabíamos el grado de control que ejercía la delincuencia organizada ahí . . . nunca nos lo hubiéramos imaginado. Eran momentos muy difíciles; eran los años de la “guerra” entre los temidos Zetas y sus otrora jefes y aliados del Cártel del Golfo.
Cruzamos el Puente Internacional Portal a las Américas (o Puente I), de Laredo a Nuevo Laredo, y decidimos emprender un largo recorrido por la ciudad caminando, pues nos recomendaron no tomar taxi. Y nos fuimos por la Avenida Vicente Guerrero que eventualmente nos llevaría a la Presidencia Municipal y a la Glorieta de Colón, lugares donde aparecían frecuentemente cuerpos sin vida con mensajes, entre ellos el de María Elizabeth Macías, alias la “NenaDLaredo”, quien fuera jefa de información del periódico Primera Hora y también colaboradora del sitio de noticias Nuevo Laredo en Vivo. María Elizabeth enviaba constantemente tuits denunciando al crimen organizado. Su cuerpo fue encontrado decapitado y mutilado en la madrugada del 24 de septiembre de 2011 en la glorieta de Colón.
Decidimos terminar nuestro recorrido en la Plaza de Toros de Nuevo Laredo—donde decían que también “aventaban los cuerpos”—pero no pudimos concretar nuestro objetivo. La sensación de inseguridad no nos permitió avanzar, además de que ya llevábamos compañía. Nos “hicieron cola”, como se dice en lenguaje coloquial cuando te siguen miembros de la delincuencia organizada para verificar lo qué estás haciendo en un lugar—y cuando se sabe que “no eres de ahí”. Nosotras no éramos de ahí, y quizás eso se notó; pero afortunadamente nada malo nos sucedió al final. Sólo nos siguieron hasta cruzar el Puente 1. Y lo hicieron asegurándose de que sabíamos que nos estaban siguiendo. Nunca olvidaré ese día, y mucho menos el miedo que llegué a sentir. Hacía mucho frío y yo estaba sudando . . . es la primera vez que recuerdo que sudé frío.
Recuerdo perfectamente a un señor en bicicleta con una canastilla enfrente. La bicicleta se detuvo justo delante de nosotros y nos miró fijamente; luego se fue. Unos minutos después teníamos dos hombres atrás—que se movían cuando nos movíamos, que se cruzaban la calle cuando nos cruzábamos y que incluso nos esperaron afuera de una farmacia—donde nos metimos asustadas—para luego continuar caminando detrás de nosotras. En ese camino hacia el puente fronterizo nos pudimos dar cuenta del sistema de vigilancia y control que tenía la delincuencia organizada en esa ciudad fronteriza que se decía estaba controlada en ese entonces por los Zetas.
Conozco bien algunas ciudades fronterizas tamaulipecas y he visto—como todos los que viven o los que pasamos por ahí—a los “halcones” que operan en distintas modalidades para asegurarse de que a “la plaza” no entren grupos contrarios. Los halcones son personas comunes y corrientes que viven o trabajan en la ciudad y que simplemente comunican a la delincuencia organizada—a través de radio o celular—sobre lo que sucede en sus zonas de operación, incluyendo la entrada de extraños o los movimientos de los miembros de las fuerzas federales en caso de que hayan sido enviados a algunas zonas de conflicto.
Lo que me llamó la atención en Nuevo Laredo—y me pareció diferente—fue ver un sistema de “halconaje” o de hipervigilancia dominado por la delincuencia que, de tan bien organizado, parecía hasta militarizado. Quizás fue mi miedo y paranoia, o quizás me imaginé cosas, pero recuerdo que vi personas colocadas a lo largo de la Avenida Vicente Guerrero, separadas unas de otras de manera equidistante, unas con distintivos rojos, otras con tarjetones extraños, y la mayor parte de ellas con radios o celulares en la mano. Vi algunas personas localizadas estratégicamente en las diversas esquinas a lo largo de la avenida y vi algunas bicicletas que se frenaban y se comunicaban con estas personas cada cierto tiempo [aunque la verdad, podrían haber estado haciendo otra cosa, como comprando chicles o billetes de lotería; la verdad no lo sé . . . no estoy segura]. Todo me pareció extraño y me pareció que estas personas actuaban siguiendo un modelo muy bien organizado, de tipo militar.
Es probable que en efecto haya sido mi nerviosismo y mi paranoia ese día, pero estar en una ciudad como esa—que se dice la controlaban los Zetas—me pareció escalofriante. Sentí mucho miedo, me sentí muy incómoda, y no entendí cómo habíamos llegado ahí. Seré más explícita, no entendía yo cómo la situación de seguridad en nuestro país se había deteriorado tanto, y particularmente cómo los Zetas habían logrado controlar un territorio tan estratégico, como la ciudad de Nuevo Laredo. Algo había cambiado en el país y, de momento, parecía justificar una aberrante guerra contra las drogas, aconsejada quizás por Estados Unidos y declarada por un presidente que se deseaba legitimar—después de lo que fue, para muchos, un gran fraude electoral.
Como resultado de esta experiencia y de leer, como muchos mexicanos, esas historias de terror que aparecían en los medios formales y en las redes sociales—acompañadas de videos, fotografías y las llamadas “narco-mantas” espectaculares que nos mostraban a los muertos, decapitados y mutilados con mensajes para un grupo criminal en específico o para las fuerzas federales—comencé a buscar nuevas maneras de entender a la ‘nueva’ delincuencia organizada militarizada. De hecho, en esa ocasión y al cruzar al otro lado para llegar a Laredo, Texas decidí comenzar una nueva investigación que se enfocaría en los Zetas y su modelo criminal—que, en mi opinión, cambiaría la cara de la delincuencia organizada en México y otras partes del continente. Esa investigación se publicaría años después en un libro titulado Los Zetas Inc.
Los Zetas no eran una agrupación tradicional dedicada al narcotráfico. Me di cuenta que eran más bien un grupo criminal paramilitar. Pero al mismo tiempo, había creado su marca y operaba en realidad como una empresa transnacional que no sólo se dedicaba al tráfico de estupefacientes y que había descubierto nuevos nichos de mercado (como la extorsión en forma de “cobro de derecho de piso”, el secuestro, el robo y venta de combustible, el tráfico de migrantes y la piratería, entre otras actividades delictivas). En otras palabras, esta empresa criminal había diversificado sus actividades y sofisticado sus tácticas y formas de operación. Este modelo criminal paramilitar se extendió hacia diversas regiones del país, y se fueron formado otras agrupaciones que se inspiraron en el mismo, tales como la Familia Michoacana (después, los Caballeros Templarios) o el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG).
Debido al surgimiento de los Zetas, el crimen organizado podría también considerarse, o mejor dicho analizarse, como si fuera una empresa transnacional de grandes dimensiones formada por varias divisiones o áreas encargadas de llevar a cabo una labor específica (ventas, finanzas, marketing, etcétera). Es muy frecuente que analistas del tema seguridad, políticos y periodistas atribuyan la problemática que se vive en México actualmente al narcotráfico exclusivamente. En los discursos de la mayoría, el crimen organizado se equipara con el narcotráfico. Esta manera de ver a la delincuencia organizada en la era actual en México parece poco útil para entender la problemática del país y ofrecer soluciones adecuadas. No obstante, esta es la narrativa que se exporta desde Estados Unidos y que se reproduce y magnifica a través de los medios de comunicación y las nuevas redes sociales.
Efectivamente, la problemática mexicana actual se encuentra, en cierta medida, relacionada con grupos o “empresas” que se dedican directa o indirectamente al tráfico de drogas. Desafortunadamente, el expresidente Felipe Calderón no comprendió lo que realmente estaba sucediendo y en su ambición por llegar al poder “haiga sido como haiga sido” se vinculó directamente a la agenda geopolítica y de control geoestratégico de los Estados Unidos de América. Calderón declaró estúpidamente una “guerra contra las drogas” que bañó de sangre el país e inició una espiral de extrema violencia y militarización que a la fecha no se ha podido detener.
Lo que yo vi en Nuevo Laredo en 2011, no fue el control de una ciudad por parte de un grupo de narcotraficantes poderosos cuyo fin último era abastecer el mercado de estupefacientes para satisfacer las necesidades de los adictos estadounidenses. Lo que yo vi en esa ciudad fue una especie de paramilitarismo criminal—cuyos orígenes y evolución inicial aún no se han investigado a cabalidad. Lo que sí se sabe un poco mejor son las consecuencias de ese modelo criminal y de las acciones implementadas por parte del gobierno mexicano—con el beneplácito y apoyo del gobierno estadounidense—para supuestamente terminar con el flagelo del “narcotráfico”. Los Zetas transformaron las dinámicas de la delincuencia organizada en México y su presencia justificó, en su momento, la militarización. Este proceso podría ser tierra fértil para nuevas formas de imperialismo estadounidense; esto último está por verse y hay mucho por investigar al respecto. Mi propia historia o intento para entender este fenómeno comenzó en Nuevo Laredo.
*** Nota: Esta crónica es la adaptación de parte de un relato más largo publicado el 3 de noviembre de 2013 en el portal Borderzine de la Universidad de Texas en El Paso (UTEP) titulado: “El condado de Webb, Texas y Nuevo Laredo, Tamaulipas: Una zona comercial estratégica, Los Zetas Inc. (Incorporados) y la delincuencia organizada paramilitarizada”. Véase en https://borderzine.com/2013/11/el-condado-de-webb-texas-y-nuevo-laredo-tamaulipas/.