El jardín de la libertad
Por Libertad García Cabriales
No abandones tus ansias de hacer de tu vida algo extraordinario
Walt Whitman
No. No voy a referirme a ninguna candidata. De ellas ya se está hablando
bastante y seguiremos hablando cada vez más de todas las mujeres en el mundo
público. El sistema político ya cambió. Tendremos una mujer presidenta. Escribo
esto por petición de una joven lectora, a quien encontré hace unas semanas en un
supermercado. Escribe de nosotras, me dijo, de quienes trabajamos fuera de casa
y en la noche todavía andamos comprando jamón para la cena del marido. Para
ella mis letras, pero también para muchas otras mujeres que desde diversos
escenarios viven su ser femenino con sus rosas y espinas.
Empezaré por alguien a quien conozco hace años. Aclaro. Todas las mujeres de
este relato son de carne y hueso. Sólo cambié sus nombres por respeto. Carmen
trabaja en gobierno desde antes de salir de la Universidad. Es una mujer con
muchos talentos y se casó con un compañero de clases, recién graduados. Ella
me cuenta que se levanta todos los días a las cinco para tener tiempo de hacer la
comida, recoger como puede la casa, levantar a sus niñas, arreglarlas y llevarlas a
la escuela antes de estar en la oficina. En lo laboral la jornada se le va rapidísimo
atendiendo gente, revisando expedientes, y organizando reuniones. Y salvo
porque su decrépito jefe a veces “se pasa” con sus piropos y el sueldo es
insuficiente para sus necesidades básicas; las horas en su trabajo son llevaderas.
Saliendo de la oficina, pasa por sus hijas a casa de su madre, quienes la
acompañan a entregar o cobrar mercancía que vende por internet. Lo hace para
pagar la letra de un carrito usado, pues su esposo le aclaró no podía ayudarla con
eso. Al oscurecer, llega a su casa, baña a sus niñas, les da de cenar, las duerme,
se apura para prepararle la cena a su marido, planchar la ropa del día siguiente y
estudiar de su maestría. Su ardua jornada termina entre diez y once de la noche
cuando bien le va, me dice, porque cuando las niñas enferman es velar toda la
noche. Con todo, antes de dormir sonríe y sueña en algún día tener una Jefatura
de Departamento, ver a sus hijas graduadas y conocer el mar en Veracruz.
Lejos de ahí, vive Paty en un arbolado fraccionamiento cerrado al norte de la
ciudad Ella también se levanta temprano pero para ir al gimnasio, al que dedica
cuatro horas diarias. No en balde tiene una figura de revista. Al salir de ahí se va
al desayunito con sus amigas, desde donde llama a casa para preguntar a la
cocinera el menú de la comida. No tengo necesidad de trabajar dice riendo, mi
poderoso señor paga todo, aunque lo vea poco. A mediodía manda al chofer al
colegio y mientras espera que le sirvan la comida se entretiene haciendo pedidos
por internet, planeando viajes y subiendo fotos a las redes. Después de la comida
y la siesta, tres días a la semana asiste al masajista o a la “derma” para sus
tratamientos de cara y cuerpo. Una vez a la semana, confiesa, asiste a terapia
emocional, pues siente como que algo le falta. Pero en la noche, se sube a su
camioneta europea, se va a cenar con sus amigas y regresa justo para tomar su
pastilla. Antes de dormirse, a veces llora sin saber muy bien por qué.
Doña Berta tiene 53 años, aunque parece mucho más grande pues ha trabajado
duro desde muy niña. Nació en el campo y emigró a la ciudad cuando ya no hubo
para sostenerla. Trabaja en una casa grande desde hace muchos años y su día
transita en un hacer y deshacer incesante como el de Penélope. Lavar, planchar,
cocinar, barrer, sacudir, regar, limpiar y volver a limpiar. Labores que sólo detiene
algún mareo o dolor propio de una hipertensión añosa. Así son los meses y los
días para doña Berta, porque poco va a su ejido desde que su marido la dejó por
la comadre y sus hijos se fueron a trabajar al otro lado del Bravo. En la noche cae
rendida y se duerme apenas toca su cabeza en la almohada.
Los días en la vida de Nely son muy tristes. Es una profesora jubilada que hace
dos años vive en un asilo porque ninguno de sus hijos pudo cuidarla. Cumplió
hace unos días 86 años y sólo recibió la visita de una fiel amiga, pues de sus 4
hijos y 9 nietos, sólo una la llama de vez en cuando y dos de sus alumnos viajan
dos veces al año para visitarla. El día que recibe llamada es una fiesta para ella,
me dijo alguna vez: “si ellos supieran lo que una llamada significa para una vieja”.
Siempre le gustaron los libros pero la diabetes acabó con su vista y ya no puede
leer. Desde que llegó al asilo casi no camina, como si las piernas cargaran la
tristeza y se negaran a moverse. Nunca fue pesimista, pero la vida le ha puesto en
una circunstancia desoladora. Por las noches reza y pide emprender el vuelo.
Para la mayoría de las mujeres no es fácil la jornada diaria. Transitando los días
entre alegrías y tristezas, memorias y esperanza, dolores y temores, esencia y
apariencia. Abuelas, madres, hijas, amigas, ricas, pobres, bellas y no tan bellas,
jóvenes y viejas; a todas las mujeres nos llega el momento para pensar y hacer
conciencia de la vida única. Para darle sentido a los días que no se repiten. “No
dejes que termine el día sin haber crecido un poco, sin haber sido feliz, sin haber
aumentado tus sueños”, dice el poeta. No hay que olvidarlo.