Por Carla Huidobro
En la quietud, jóvenes trazan en su propia piel líneas de sufrimiento, una representación física de un tormento interno invisible a los ojos ajenos. Estas marcas, lejos de ser un intento por finalizar su existencia, son gritos mudos, una búsqueda desesperada de alivio en un mundo que a menudo parece indiferente a su dolor. La profesora Ana Daniela Galán Navarro, desde su tribuna en la FES Iztacala, se sumerge en esta realidad creciente, intentando arrojar luz sobre un tema envuelto en sombras y malentendidos.
Ella enfatiza que estos actos, que incluyen cortes, quemaduras y otras formas de daño autoinfligido, no deben interpretarse como llamados de atención, sino más bien como la manifestación de una lucha interna contra el dolor, la angustia y la depresión. A lo largo de las décadas, la percepción de la autolesión ha evolucionado: lo que alguna vez se consideró propio de trastornos mentales severos o antecedentes de abuso, ahora se entiende como una decisión desafortunada pero intencional de jóvenes que buscan enfrentar emociones insoportables, una conducta erróneamente percibida como un alivio o un mal necesario.
Galán Navarro resalta la importancia de mirar más allá del acto de autolesión y reconocer la profundidad del sufrimiento que lo motiva. La falta de herramientas para enfrentar adversidades puede llevar a una peligrosa escalada, donde la tolerancia al dolor aumenta y con ella, el riesgo de transitar hacia comportamientos suicidas. Las autolesiones se manifiestan predominantemente en áreas accesibles del cuerpo, con objetos comunes que, en manos de quien sufre, se convierten en herramientas de su propio tormento.
Esta práctica, lejos de ofrecer un verdadero alivio, genera una ilusión de bienestar que atrapa al individuo en un ciclo difícil de romper. Los jóvenes que recurren a la autolesión a menudo enfrentan dificultades para expresar sus emociones, pudiendo padecer condiciones como depresión o bipolaridad, o haber vivido experiencias de violencia o abuso.
La predisposición a la autolesión no distingue edades; se inicia desde la infancia, donde los bebés, incapaces de verbalizar sus emociones, recurren a la autolesión como una primitiva forma de comunicación. Este comportamiento subraya la importancia del papel de los cuidadores en reconocer y abordar tempranamente signos de sufrimiento emocional.
Galán Navarro insta a una respuesta integral que abarque la comprensión de las causas subyacentes de la autolesión, el fortalecimiento del soporte familiar y la intervención psiquiátrica cuando sea necesario. Subraya que la autolesión no suicida es un símbolo de angustia profunda, no un capricho por atención. Es un recordatorio crítico de la necesidad de desarrollar y aplicar estrategias efectivas para ayudar a aquellos atrapados en su propia espiral de dolor, ofreciéndoles caminos hacia la recuperación y la esperanza.