Por Carla Huidobro
En la penumbra de la biblioteca universitaria, entre el olor a papel viejo y tinta fresca, habita una bestia disfrazada de erudito. Camina entre estantes, un león en la selva de la academia, con la mirada cargada de una lujuria mal disimulada por el conocimiento. Sus garras, escondidas bajo el manto de títulos y reconocimientos, ansían la carne fresca de la inocencia.
Los asquerosos, esos profesores investigadores que se bañan en su propia vileza, predican moralidades mientras sus acciones gritan hipocresía. Groomean a sus alumnas, esas musas convertidas en presas, bajo el pretexto de la tutoría, esculpiendo su manipulación como si fuera orientación.
Sus palabras, empapadas en pretextos baratos, destilan un desdén por la humanidad, mientras que sus corazones, si es que alguna vez tuvieron uno, palpitan al ritmo de la crudeza. Hablan de amor como quien habla de una enfermedad, una molestia necesaria para alimentar su ego famélico.
El aula, ese campo de batalla donde se libran guerras soterradas, se convierte en el escenario de sus perversiones. «El conocimiento es poder», predican, pero ¿qué tipo de poder es este que se construye sobre la vulnerabilidad ajena?
Así, los asquerosos vagan, amparados por la indiferencia y la complicidad de una institución que prefiere cerrar los ojos. Y mientras la academia se erige como un faro de la sabiduría, sus cimientos están podridos, carcomidos por aquellos que confunden el liderazgo con la depredación.
¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo las aulas serán cotos de caza y no templos del saber? La respuesta se pierde en el eco de las risas burlonas de aquellos que, escondidos detrás de sus credenciales, continúan acechando en la sombra.
Esta criatura astuta, con su sonrisa de serpiente y ojos que destilan falsas promesas, susurra al oído de sus presas historias de un futuro tejido con hilos de oro y plata. Les habla de amor, ese espejismo en el desierto de su ambición, y les pinta un mañana donde ellas son las protagonistas de un éxito compartido.
Las alumnas, convertidas en peones de un juego que solo él sabe jugar, se encuentran atrapadas en la telaraña de sus manipulaciones. Les asigna tareas, proyectos de investigación que son, en realidad, los ladrillos con los que construye su propia torre de Babel. Promete coautorías en artículos, menciones en conferencias, pero al final, solo es su nombre el que brilla en el firmamento académico, alimentado por el sudor y las lágrimas de aquellas a las que prometió el mundo.
Su desdén por la ética y la responsabilidad pedagógica lo lleva a desviarse de los programas establecidos, a ignorar el curriculum en favor de sus propios intereses. Las clases, que deberían ser santuarios del conocimiento, se convierten en talleres donde se moldean no mentes críticas, sino obreros de sus ambiciones personales. Les enseña, sí, pero solo lo que a él le conviene, solo lo que alimenta su ego y engrosa su lista de publicaciones.
Y así, bajo el disfraz del mentor, del guía, explota la admiración y el respeto de sus alumnas. Las utiliza como herramientas, como escalones en su ascenso hacia la cima de su propia vanidad. El amor, ese dulce veneno que promete, nunca florece; solo sirve para mantenerlas atadas, esperanzadas, mientras él siega sus sueños y cosecha los frutos de su trabajo.
El mundo académico, ese universo paralelo donde el conocimiento debería ser rey, se convierte en su dominio personal, un reino construido sobre las ilusiones rotas de quienes creyeron en él. ¿Cuántas mentes brillantes se han apagado bajo su sombra? ¿Cuántos futuros han sido sacrificados en el altar de su egoísmo? La academia necesita despertar, reconocer a estos monstruos entre sus filas y rescatar a sus alumnas de las garras de la depredación disfrazada de mentoría.