El jardín de la libertad
Por Libertad García Cabriales
El papel del ciudadano en la democracia no acaba con el voto
Barak Obama
La guerra sucia parece recrudecerse con la entrada del año político Habrá que prepararse, dicen, porque viene un tiempo de campañas competidas, intensas y lo que es peor, muy sucias, despiadadas. Sin duda este año es muy importante electoralmente para nuestro país, pero nunca podemos olvidar que la política está presente siempre y no solamente cuando se vota. Ya lo dice Savater: en democracia políticos somos todos. Y en el mejor sentido de la palabra, “la política” puede manifestarse igualmente en una conversación en familia, en la escuela, en la calle, además por supuesto, a la hora crucial de emitir el sufragio.
El voto es uno de los logros más importantes de la vida democrática. Un instrumento que permite la participación de los ciudadanos en las decisiones fundamentales de una comunidad, región o país. Toda una historia hay detrás de la democracia. Reprobada en la antigüedad por los intelectuales, quienes temían la participación de las mayorías ignorantes, la democracia se fue posicionando hasta ser considerada como la mejor forma de gobierno conocida. Basada en el supuesto generoso de que todos somos iguales, la democracia tiene en el sufragio efectivo una de sus mejores herramientas.
Pero el voto no es todo. La democracia para ser efectiva requiere participación constante, cotidiana; no sólo en tiempo de campañas o el día de la elección. Forjar una cultura democrática más allá de las pasiones y las promesas electorales. “Construir ciudadanía”, dicen los politólogos, hacer que la “corresponsabilidad” sea un factor decisivo para el bienestar general. Se dice fácil, pero eso ha sido más un anhelo que una realidad. Porque las pasiones de las campañas se apagan después de una elección y la mayoría de los ciudadanos se vuelven a replegar en la apatía.
En este nombrado “año político”, muy bueno sería pensarnos todos como verdaderos ciudadanos. Ciudadanos participativos del poder político, colaborando y exigiendo a los gobiernos, construyendo con ello una fuerza capaz de transformar el entorno. Poder otorgado a los gobernantes y representantes a través del voto, pero sólo significado cuando gobierno y sociedad caminan juntos en la búsqueda del bienestar social. Así de grande es el desafío, el anhelo de construir una República de ciudadanos. Muchas y buenas propuestas han surgido al respecto. Entre ellas la apuesta por el civismo, “una virtud privada pero de utilidad pública”. La construcción de una ciudadanía con valores cívicos.
Ikram Antaki, una de las mentes más brillantes del México contemporáneo, argumentaba que uno de los peores fracasos de una sociedad era carecer de una ciudadanía verdadera, actuante. La pensadora afirmaba que el civismo manifiesta una preferencia continua por el interés público: “las prácticas cívicas se manifiestan en el espacio público del “querer vivir juntos” y suponen compromisos valorando los aspectos del interés general y movilizando la capacidad de participación de los ciudadanos”. Civismo representado en la historia, en la identidad, en la simbología republicana, pero muy especialmente en el reconocimiento de nuestros derechos y deberes comunes. Civilidad que nos permite “el respeto al derecho ajeno” y va más allá de lo electoral porque privilegia la unidad en medio de la diversidad.
Civismo reflejado en el amor a la patria, pero también en la forma de relacionarnos con los demás. Civismo como fundamento del “pacto social” que nos constituye y recrea los valores éticos esenciales, baluartes insustituibles contra la violencia, el crimen y la polarización virulenta. Pero a pesar de todas sus bondades, el civismo parece cada vez más lejano de nuestra realidad. Y aun cuando sabemos que “la república se edificó sobre una referencia permanente al civismo” y los pizarrones donde aprendimos estaban colmados de lecciones cívicas; también ahora reconocemos que nuestros niños están perdiendo los referentes necesarios para construir civilidad. Y la responsabilidad no es sólo de la escuela.
“La educación cívica no es una disciplina como otras, es un objetivo de formación”, afirmaba Ikram Antaki, pero parece ser que el éxito individual le ha ganado a la formación del ciudadano. ¿Cómo podremos así revertir la sinrazón, la violencia, las crisis recurrentes? ¿Cómo pedirle a nuestros niños solidaridad, orgullo, esfuerzo, probidad, cohesión; cuando parece triunfar la indiferencia, las apariencias y la ganancia fácil?
Nos hace falta civismo. En este año político y toda la vida. Educar ciudadanía, sensibilizarla, provocar la inteligencia a través de la discusión pública de los problemas. Crear conciencia comunitaria, pensar juntos nuestras dificultades, empezando en la familia, hasta las organizaciones civiles. Prepararnos, pero no sólo para votar si no para la vida en común. Apoyar a los políticos profesionales pero también exigirles preparación, honestidad, eficacia, empatía. Votar pero también dar seguimiento a los proyectos de quienes nos representan. Necesitamos buenos gobernantes y representantes, pero también buenos ciudadanos. Nos va el futuro en ello.