Por Blanca Leticia Guerra
“En el cuartito apartado, cuyas paredes se fueron llenando poco a poco de mapas inverosímiles y gráficos fabulosos, les enseñó a leer y a escribir y a sacar cuentas, y les habló de las maravillas del mundo no solo hasta donde le alcanzaban sus conocimientos, sino forzando a extremos increíbles los límites de su imaginación”
G.G. Márquez
Cien años de soledad.
Corría el 2016.
Después de mucho esfuerzo estaba por primera vez frente a público defeño…
Años atrás, por el 2004, en una visita que hice a la capital del país con el grupo universitario con quienes compartía en ese momento, entré al palacio de Bellas Artes, en la CDMX, le llamé a papá y, conmovida por la belleza de aquél espacio, le dije:
“Un día voy a estar en esta ciudad, dando función para esta gente, y tú vas a estar ahí, conmigo. Pero no vayas a gritar mi nombre, porque ya te conozco…”
Y desde ese día no descansó, nunca descansó para que juntos cumpliéramos mi sueño.
Y es que mi padre, éste Ángel Guerra que usted lee con frecuencia, ha sabido ser un apoyo para esta que hoy le escribe.
Luchador incansable de lo que a mí se me ocurra: tres carreras intenté, dos terminé y una ejerzo. Gestor y mecenas de mi trabajo artístico. Esto mismo que usted lee, es producto de su enseñanza, de su vena, de su sangre recorriendo mi universo en el que ha sabido hacerse un lugar, dejar huella.
A los 4 años me enseñó a leer y escribir. Descubrí el universo de García Márquez a los 12; aprendí a recitar “El brindis del bohemio” para los fines de año y escribimos juntos mi primer discurso de oratoria.
A los 16 me acompañó a Díaz Ordaz a una presentación de un monólogo. No llevábamos más que lo del pasaje y no pudimos quedarnos a la cena porque perderíamos el bus y después no podríamos volver, y de hospedaje nada… Pero en ese autobús volvimos felices, me dijo: “un día nos vamos a reír de todo esto” y sí. Cada vez que lo recordábamos en mi departamento de la Ciudad de México, ahora que soy licenciada en actuación, nos reíamos un tanto con lágrimas en los ojos, del orgullo de ambos por haberlo logrado.
En ese 2016, hace ahora 7 años, hice mi examen en la Escuela Nacional de Arte Teatral, me aceptaron, mis papás estuvieron ahí el día de los resultados, llegaron de sorpresa. Casi para concluir el semestre vinieron los exámenes, que por ser una escuela de actuación, son un ejercicio escénico de muestra abierta al público para los que yo escribí un monólogo sobre mi hermano Ángel, que aunque ya parece comercial de tantas veces que lo he dicho en la escena y mi padre lo ha mencionado en esta columna, fue víctima de una desaparición forzada el 20 de abril de 2010, en la llamada frontera chica tamaulipeca – a la fecha no sabemos nada de él – y dicho en el salón 1 de la tercera escuela de artes más importante de Latinoamérica. A nombrar las cosas y exponerlas también me enseñó. A no cansarme de buscar a mi hermano también le aprendí.
Obviamente en ese examen mi padre estuvo ahí y sí, gritó mi nombre.
En realidad, antes de que yo empezara a hablar ya sus ojos estaban humedecidos de lágrimas. Me gusta pensar que fueron de emoción por verme ahí…
Hoy mi padre está intubado en una cama de hospital por una serie de complicaciones médicas de las que nosotras, mi hermana, mi madre y yo, no teníamos idea. Tal vez las tenía desde hace tiempo y nunca se quejó, porque siempre se mostraba fuerte, pero desde la noche de este miércoles su cuerpo ya no le permitió el silencio.
Le he leído como él me leía cuando era niña, le conté del proyecto en el que estoy y que, como le dije aquella tarde del 2016 en el teatro de Bellas Artes, será estrenado en un teatro importante de la CDMX, y entre que eso apretó mi mano. Me gusta pensar que me escucha…
Así que si usted, estimado fan de la pluma de mi padre, le pudiera poner en sus oraciones – y dicen que la fe mueve montañas – estoy segura de que él le estará muy agradecido. Mi familia y yo le estaremos muy agradecidos.
Esperando que la próxima vez que lean esta columna el que escriba sea mi padre:
“Por hoy es todo, nos leemos mañana”.