Balcón del pensamiento
Por Alicia Caballero Galindo:
1 de sep de 2023
Es increíblemente extraño y paradójico el silencio de la muerte. Hace apenas unos segundos, circulábamos tranquilamente por la carretera, el sol estaba a punto de ocultarse y nosotros, a unos diez minutos de llegar a un pueblo de Michoacán, íbamos rumbo a Morelia y estábamos ya a pocos kilómetros de la ciudad, yo dormitaba en el asiento trasero escuchando el murmullo, de la plática que sostenían el conductor y el copiloto, compañeros de trabajo. Regresábamos después de un recorrido por los pueblos cercanos, donde vendíamos productos de limpieza. Me senté atrás para dormir un poco, me sentía agripado y medio débil por tanto estornudo. Todo ocurrió en un instante, escuché la voz alarmada de Américo, el conductor, que sólo alcanzó a decir: —¡Cuidado! ¡Dios nos proteja!…
Después de eso, un golpe seco, el auto dio varias vueltas, solo recuerdo un intenso zumbido en mis oídos, y después, ¡nada! Silencio, oscuridad, y una extraña tranquilidad que nunca había sentido en mi vida. Después de unos segundos, entre el polvo de la cuneta donde caímos, me di cuenta que estaba fuera del auto, distinguí los cuerpos de mis compañeros asomados a las ventanillas, en forma grotesca, pero no se movían, estaban desmayados o… ¡No! No lo quiero decir, no es posible. Muy cerca, alcancé a ver entre el polvo una camioneta Pick Up con el frente hecho trizas, estaba de costado y al parecer había una persona adentro ¡no podía estar viva! El silencio de la muerte tiene una extraña paz que ensordece los sentidos, es como el vórtice de un huracán que después de unos segundos, arrasa con todo sin piedad. Fue extraño ver salir de entre los arbustos, sombras furtivas, al parecer hombres y mujeres que se acercaban al accidente como fantasmas, permanecieron por unos momentos quietos, viendo la escena, buscando alguna señal de vida, pero el silencio era impresionante, sólo era roto por el misterioso ulular de las lechuzas y los aleteos apagados de algunos murciélagos frugívoros que buscaban su alimento. Después de unos minutos que me parecieron eternos, se acercaron con cautela a los vehículos volcados, todos llevaban morrales terciados; tan sólo unos segundos de espera y… se lanzaron hacia los vehículos, me pude dar cuenta que eran muchos.
Sólo escuché una voz enronquecida por el tabaco que decía:
—Estos cristianos, ya no necesitan sus “chivas” y nosotros, estamos vivos y tenemos hambre. Fue impresionante ver como se lanzaron sobre los vehículos y empezaron la rapiña, con la luz de la luna brillaban cuchillos de vez en cuando. Desde la carretera no se veía la tragedia porque los arbustos altos tapaban los muebles accidentados y los que pasaban de vez en cuando, seguían de frente sin detenerse… pensé subir hasta la carpeta asfáltica que estaba a escasos metros en busca de ayuda. Era raro, pero no sentía dolor alguno, a pesar del accidente. Los automovilistas pasaban a mi lado sin que repararan en mis señales, caminaban como autómatas, como si yo no existiera. Empecé a sentir un poco de miedo, todo era tan extraño e irreal. Pensé en volver al auto para recoger una linterna y hacerme ver por los viajeros que pasaban sin reparar en mi existencia. La verdad, no supe ni cómo la libré, tal vez porque iba en el asiento de atrás y con el cinturón de seguridad bien puesto, todo pasó tan rápido que no tuve oportunidad siquiera de darme cuenta primero del peligro y después del accidente…
De nuevo bajé a los autos en busca de una linterna y me causó escalofrío el espectáculo; despojaron de sus pertenencias a mis compañeros, la camioneta causante del problema, la voltearon al derecho y se estaban llevando todo lo que podían, cargaban sus morrales y se perdían entre las sombras y los matorrales, en esos momentos yo pensaba en la falta de piedad de los depredadores, pero también sentía que el hambre y la necesidad, deshumaniza a la gente. Hasta dónde podemos criticarlos o aprobar sus actos, por una parte, era cierto que a los difuntos no les hacían falta sus pertenencias terrenales y ellos podrían beneficiarse…
Las sombras de los rapiñeros, aparecían y desaparecían como fantasmas haciendo su “trabajo”, se me figuraban esas hormigas caseras que aparecen de la nada cuando encuentran una cucaracha u otro bicho muerto, no sabemos de dónde salen pero en pocos segundos hacen desaparecer el cadáver del insecto, para llevárselo a su hormiguero, tienen qué procurar el alimento de sus crías que perpetuarán la especie… De pronto recuerdo a mi esposa y mi única hija, un capullo regordete de apenas seis meses. Ellas me necesitan. Siento la necesidad urgente de volver a su lado, y la angustia se apodera de mí.
En ese momento, escucho la voz del que dirigía al grupo diciendo:
—¡Vengan, pronto! En el asiento de atrás, hay otro cuerpo que no habíamos visto. La sangre se agolpa en mi cabeza y la impresión es indescriptible, veo mi cuerpo tendido en el asiento de atrás, inconsciente, no se ven huellas de sangre ni nada que indique golpes. De nuevo la voz enronquecida por el tabaco dice:
—Seguro se desnucó éste; no se le ve nada mal. Quería gritar y decirles que estaba bien, pero no podía explicar el desdoblamiento a menos que… ¡No! No estoy muerto. ¡Debo vivir! Mi hija es muy pequeña y me necesita. Fue una sensación desesperante, inexplicable, extraña y dolorosa; mi voz no salía de la garganta. En ese momento, dos hombres movieron mi cuerpo y yo, sin poder más, me desmayé. Todo se nubló, sentí que caía incorpóreo y ligero en espiral dentro de un pozo sin fondo. No sé si fueron segundos o minutos, pero de pronto sentí un gran dolor en mi cabeza y mi cuerpo pesaba como si fuera de concreto. Alguien movió mi cabeza, jalé aire, abrí los ojos y un grito a todo pulmón salió de mi garganta;
—¡Estoy vivoooo!
Como por arte de magia, los rapiñeros, desaparecieron silenciosamente y yo escuché como en sueños la sirena de una ambulancia que se detenía, los pasos apagados por la hierba de varias personas y después, de nuevo caí en la inconsciencia. No supe cuánto tiempo permanecí en ese estado, cuando desperté, mi esposa tenía mi mano entre las suyas y lo primero que vi, fueron sus ojos llenos de lágrimas y su sonrisa de esperanza húmeda y feliz. Me besó en la mejilla, suavemente, y sólo dijo:
—Bienvenido, amor, tu hija y yo te necesitamos, te amamos. Gracias a Dios que te permitió despertar. Llevas inconsciente muchas horas, recibiste un fuerte golpe en la cabeza, pero el médico dijo que, si despertabas, estarías fuera de peligro.