Libertad García Cabriales
A la memoria del buen amigo Arturo Medellín, un sabio incomprendido
No he conocido a nadie en nuestra tierra con su amplio bagaje cultural, con ese saber de todo, esa capacidad para conversar y dar sesudas opiniones lo mismo de arte y cultura, que de política, función pública y elecciones. Arturo Medellín Anaya fue lo que llaman un intelectual, pero ante todo fue un creador, un hombre pensante y también sintiente: un artista, en el mejor sentido de la palabra. Y como tal vivió, buscando la belleza, explorando la humana naturaleza, reflexionando, construyendo, dando luz con su ser y hacer. Ya lo decía Kandinsky, el artista es la mano que hace vibrar el alma humana. Ahí radica su poder.
Arturo Medellín Anaya lo sabía, conocía cuál era su papel en la sociedad, de qué forma sus palabras podían abrir las almas, despertar las conciencias dormidas. A eso se dedicó, a usar su mente, su corazón y sus manos para crear y recrear arte, igual en palabras o en pinceladas. Nadie como él en Tamaulipas leyó, conoció, escribió y describió mejor al Quijote y sus andanzas. A nadie por aquí vi nunca comentar tan espontánea y significativamente acerca de Sor Juana, Octavio Paz, Rulfo, los clásicos griegos, la nueva literatura mexicana, la pintura clásica y moderna. “Su trabajo era leer”, dijo hace unos días su buen amigo Nereo Zamorano en un sencillo pero entrañable homenaje para Arturo en Radio Tamaulipas. Y con ese leer, con su trabajo artístico, construía, edificaba; aun cuando fuera sobre arena, como diría bien Borges.
El pasado domingo 25 de junio recibí la infausta noticia, mientras cultivaba mi jardín: “Qué pena informarle una triste noticia pero mi papá falleció en la madrugada”; me escribió Mercedes, amada hija de Arturo. Un golpe seco al corazón. Y desde ese momento, hasta hoy que escribo, la memoria del artista ronda en mi mente. Más de treinta años de amistad nos unieron. Nos conocimos en las afinidades de la lectura, en los años maravillosos de los sábados en Radio Universidad y después consolidamos la amistad en el Club de Lectura Aureolas, el cual fundamos juntos, convencidos como Monsiváis que la lectura es “la más victoriosa de las causas perdidas”. En un país donde casi no se lee, apostamos por las letras y cada quince días en jueves, un grupo diverso y peculiar nos reunimos entre plantas para imaginar mundos mejores a través de las palabras.
Y ahí estaba Arturo, modesto y generoso siempre, compartiendo sus saberes, aun cuando ya llevaba en su equipaje varios y reconocidos premios, además de haber incursionado como editor y publicado revistas y libros de novela, ensayo y poesía. Porque más que un intelectual ensimismado, Arturo fue un promotor cultural incansable, como lo afirmaron Paco Ramos y Héctor Cabrera recientemente. Y un poeta verdadero, reconoce Eudoro Fonseca quien bastante conoce del tema. En ese contexto, recuerdo bien cuando Arturo me pidió el prólogo de su libro “El Agonista” en el año 2003. Han pasado veinte años y podría decir, sentir lo mismo que entonces escribí: “con la exploración de sus muy particulares geografías, Arturo nos sumerge en los mares y desiertos de la melancolía, donde la poesía es tormento, pero también milagro y silencio que fluyen hacia el júbilo del ser”. Sin duda Arturo fue un hombre melancólico, atormentado, inconforme, buscando siempre como “Ulises en su viaje ancestral, el centro de sí mismo”. Y al final, entre rosas y espinas, logro lo que muy pocos: conocerse, asir la sabiduría.
Porque Medellín fue también, como todos, hombre de claroscuros, con errores y aciertos, con admiradores y detractores, un sabio incomprendido. Pero con un legado que muchos quisieran. Me consta su afán por hacer libros cuando unimos anhelos colaborando como Director de Literatura y Publicaciones en ITCA, demostrando además su desmedida pasión en la promoción de la lectura. Coro Perales ha dado cuenta de eso, pues trabajó muy de cerca en esa cruzada fascinante de Círculos de Lectura en oficinas, municipios colonias y ejidos de nuestra heroica Tamaulipas. Como testimonio, los más de 200 mil ejemplares de ese tiempo de servicio en equipo, entre ellos el gran Ensayo Panorámico de la Literatura en Tamaulipas, del también añorado Orlando Ortiz.
Cuando un artista se va queda un espacio vacío, parafraseo a Cortés. Más todavía cuando era un buen amigo. Y duele saber de sus últimos años agobiado, esperanzado por regresar desde su natal San Luis a esta tierra a la que tanto hizo florecer y donde nunca dimensionamos su exacta valía. “La culpa domina al mundo”, decía el buen Mede. Y tenía razón. Con su dolorosa partida, bien cabe reflexionar en el valor de los artistas, en su poder para decir lo indecible, en su capacidad para crear belleza, mostrar la oscuridad de lo humano y trascender tiempo y espacio. Arturo cumplió cabalmente su quehacer en la tierra. Y aunque me pesa demasiado pensar lo mucho que se pierde en una mente como la suya, me consuela reconocer que nada ni nadie, podrá quitarnos el saber compartido.
Mientras escribo escucho la canción: cuando un amigo se va, una estrella se ha perdido. Ay y me aferro a la luz de sus últimos poemas: “siempre fui un hombre triste y sin embargo reía como los buenos” Hasta siempre manito, te vas pero te quedas con quienes te quisimos sinceramente. Me dejas tus palabras, tus fascinantes pinturas en mi pared y esa caja con regalo hermoso que me hiciste en una Navidad. Mi abrazo solidario para tu familia toda, para Cuca y tus hijos amados, para tus amigos que ya nos sentimos huérfanos de tu saber. ¡Hasta siempre Arturo Medellín Anaya!