Balcón del pensamiento
Por Alicia Caballero Galindo:
16 de junio de 2023
El sol, como una gran moneda de oro, se asomaba en el horizonte; Eulalia, se estremeció con el canto del gallo que en su ventana anunciando que era hora de entrarle al trabajo. ¡Le duele el cuerpo y el alma! Voltea a ver el petate donde duermen confiados sus hijos; una niña de cinco años y un niño de tres. No pudo evitar que dos gruesas lágrimas escaparan y corrieran por su rostro. Hace casi un año que no sabe nada de Rosalío, su esposo. Una noche oscura que no podrá olvidar jamás le cayó la leva y se lo llevaron a punta de golpes: los chiquillos, pelaban los ojos al ver que se llevaban a su tata sin saber la razón, menos entendían los empujones y los golpes que le daban, iba con la nariz sangrada y sólo alcanzó a mirarlos con tristeza y se lo llevaron. A la distancia, vio cómo se limpiaba la sangre de su nariz con la manga de la camisa. Entraron también a la casa de Camilo y cargaron con sus dos hijos; el más chico acababa de cumplir 17. Ahí le dieron a doña Chonita un culatazo por tratar de detener a los federales que se llevaban a sus muchachos. Daba harta tristeza verlos amarrados de las manos y atados todos, a una cuerda. Los captores, jalaban desde sus caballos obligándolos a caminar de prisa a base de improperios.
¡Qué ironía! Con el alma llena de resentimiento contra los patrones hacendados que mataban de hambre, y trabajo forzado a su gente, hacían pelear a los campesinos, contra sus hermanos en desgracia. Los pelaban y les ponían ridículos uniformes de soldaditos de madera.
Hace dos meses, Eulalia supo que su Rosalío, se les había escapado a los federales y se fue con los revolucionarios. El consuelo que le quedaba, era que si se lo quebraban, moriría peleando por su gente y no por los tiranos. De los hijos de Chonita, ya no se supo nada. Don Camilo se murió a los pocos días que le quitaron a sus muchachos y su esposa, se quedó sola. Sólo Dios sabe que fue de ellos. Dicen que muchos soldados llevados de leva aprovechaban las balaceras y los agarres con el enemigo, para escaparse o unirse al ejército de los rebeldes que cada vez era más fuerte. ¡Y como no habían de ser más! Si todos tenían hambre ¡Querían algo mejor para los chamacos, que apenas comenzaban a vivir!
Sus pensamientos fueron interrumpidos por un sonido estremecedor que anunciaba muerte; las cóconas, así llamaban a las ametralladoras, instaladas en la torre de la iglesia y el Palacio Municipal, de nueva cuenta, empezaban a vomitar balas y muerte, de seguro algún grupo de rebeldes intentaban llegar a la plaza y tomarla, aunque los federales eran muchos, los revolucionarios, atacaban con el corazón bien puesto, y sin miedo de que una bala los quebrara. ¡Mejor muertos que esclavos!
Eulalia de un manotazo y con mucha rabia limpió las lágrimas de sus mejillas, y levantó a sus niños, corrió hasta el patio y le quitó la tapa a la noria, a un lado del brocal Rosalío había cavado un hueco para meterse en momentos de peligro, primero aseguró a sus niños y ella quedó en espera de ver lo que pasaba. El trote de los caballos se acercaba y antes de que llegaran, los mentados federales, se metió también ella con su rifle y una caja de parque que había conseguido, la cambió por una marrana que estaba por parir y era parte de su exiguo capital.
Desde su escondite, escuchó gritos, quejidos, improperios, llanto de mujeres y el suelo estremeciéndose con el galope de los caballos. Ella abrazaba a sus hijos y le ponía la mano en la boca al chiquito cuando quería hablar, para que no los descubrieran, sin soltar el rifle cargado y listo para disparar. Cuando todo se apaciguó, esperó todavía un rato pensando en cualquier malora federal que estuviera agazapado como demonio en algún rincón, esperando sorprenderla. Tenía las piernas acalambradas por estar en cuclillas tanto rato, la niña permanecía con los ojos muy abiertos por el miedo, sin decir palabra y el niño se había dormido, la debilidad por falta de comida lo había vencido.
Cuando todo se asilenció, con precaución levantó la tapa de la noria y vio a lo lejos una nube de polvo que dejaban a su paso los soldados asesinos del pueblo, sacó a sus hijos y regresó a su casa con un suspiro de angustia y una soledad infinita. El niño despertó, la niña se sentó a su lado, mientras ella encendía leña para hacer tortillas y mirándola con sus grandes ojos como tizones a punto de arder, sólo preguntó:
—¿Cuándo llega mi tata?, los ojos de Eulalia, se apartaron de la niña y recorrieron el horizonte, la choza de Chonita estaba quemada, la palma seca del techo, ardió en un instante, sólo se elevaban columnas de humo blanco sacudido por el viento, y la pobre mujer, se quedó sentada en un árbol caído mirando sin ver algo que sólo existía ya, en su memoria, mientras las lágrimas que corrían por su rostro, arrastraban la ceniza de su mejillas, dejando grotescos surcos. Los ojos de aquella mujer, inexpresivos y cansados de llorar, miraban sin fe, sin esperanza.
Su hija apremiante insistía:
—¿Cuando regresa mi tata?
Con voz monótona sólo acertó a decirle:
—Un día “mhija” ¡un día de éstos!
El sol en lo alto, quemaba parecía tostar la tierra, la mujer, después de dar una tortilla con sal a cada niño y un jarro de agua fresca, tomó el machete y se dispuso a salir en busca de algo para comer. La tierra, exhausta, se esforzaba por esconder en su interior, algún tubérculo que pudiesen comer sus hijos. Se cubrió su cabeza con el rebozo para protegerse del sol y con paso cansado, emprendió su búsqueda. Los niños la miraron irse, mientras jugaban con algunas piedras recogidas de las márgenes secas del río, y olotes del maíz recién desgranado.
Al atardecer, la madre regresaba con su escasa carga de raíces, nopales que debía limpiar y un manojo de chile del monte, los niños se alegraron, saltaban en torno a ella y Eulalia se sentó un momento, limpió el sudor de su frente y después de tomarse un trago de agua fresca, empezó a preparar la comida. Los niños, mirando hacia los matorrales, empezaron a saltar de gusto; el último resplandor de sol, perfiló en el poniente una alta y encorvada figura que cojeaba al andar apoyada en una horqueta de mezquite;
—¡Es mi tata! ¡míralo amá! ¡Es mi tata!
Eulalia sintió que el corazón le daba un brinco en el pecho y corrió al encuentro de aquella silueta querida. Cuando estuvo cerca de él, con dolor vio que le faltaba el pie derecho.
—Los hijos de Chonita, ¡no volverán! Los mataron en combate
Decía con voz cansada el recién llegado. Contemplando la casa quemada.
¿Qué futuro esperaba a esta familia? ¿sobrevivirían?
Después de unos días, Rosalío y su familia, hicieron unos bultos con su poca ropa, se llevaron el único marrano que les quedaba y se perdieron en los matorrales hacia el monte, hacia un futuro incierto.
¿Podrán sobrevivir? ¿Encontrarán la paz en algún lugar?
Eulalia lloraba al partir, con una mezcla de dolor por abandonar su casa y gozo infinito por ver de nuevo a Rosalío aunque le falte ya un pie.
Desde su choza quemada, doña Chonita los vió partir y con un suspiro, alzó la rugosa mano despidiéndolos. Don Camilo, no sobrevivió a tanta desgracia.
¿Cuántas historias heroicas que jamás fueron contadas se pierden en la bruma de la historia?
Sólo Dios lo sabe.