Reporteros de 30 medios, han retomado el trabajo del informador para revelar el desvío masivo de millones de dólares en contratos públicos.
Le apasionaba el periodismo, le ponía los pelos de punta encontrar una exclusiva. Cuando estaba a punto de publicar una revelación, conducía por las calles de su pueblo extasiado, con los ojos brillosos. Se lo contaba con vehemencia a todo el que se encontraba. Esto va a ser una bomba, decía entre dientes. Aunque de eso no vivía, no le alcanzaba para pagar las facturas y mantener a su familia. En las semanas anteriores a su asesinato, Rafael Moreno había abierto un restaurante que había bautizado con su apodo, Rafo, y unos metros más allá había montado un lavadero de coches que atendían tres adolescentes contratados. Cada poco viajaba siete horas hasta el mar, donde compraba pescado que después vendía a sus vecinos. Pero lo que verdaderamente le elevaba unos centímetros por encima del suelo era su tarea de reportero. En su casa no colgaba un título universitario ni una orla en la que apareciera su foto de carné junto a otros compañeros de generación. Lo suyo era puro instinto. “No necesitaba un diploma, era periodista porque amaba el periodismo”, dice Kiara Sánchez, su viuda.
Moreno ejercía el oficio en Córdoba, una tierra húmeda y asfixiante del mar Caribe colombiano, llena de lugares inaccesibles en los que opera la guerrilla y el paramilitarismo. No parece el mejor lugar para ser un reportero independiente. La región es un corredor estratégico del narcotráfico. Las instituciones son un nido de corrupción, y el periodista se dedicó a hacerla pública de manera obsesiva.
Ningún medio le respaldaba, ninguna Redacción lo amparaba. Abrió su propia página de Facebook, Voces de Córdoba, que tenía 56.000 suscriptores. Denunciaba a políticos, opositores, empresarios, incluso a amigos que a partir de ese momento le retiraban la palabra. Nadie quedaba fuera de su escrutinio en su pueblo, Puerto Libertador, un lugar de casitas humildes junto a otras construcciones opulentas de gente que se dedica a la función pública o al crimen organizado.
El periodista se convirtió en precadáver. Sus amigos dan por hecho que, en su fuero interno, Rafael sabía que iba a morir más pronto que tarde. Se movía por las carreteras de la región con una diana en la espalda. “Si me van a matar, que me maten. Pero les digo de frente: no me van a silenciar”, decía en un vídeo de 37 minutos subido a su página. Ahí denunciaba que había encontrado en la caja de su motocicleta la bala de una pistola acompañada de una carta anónima: “Sabemos todo de ti, no te vamos a perdonar lo que estás haciendo. Así, que ya sabe parcero, este resto de proveedor de esta 9 (milímetros) está esperando por ti”. La amenaza se materializó.
El domingo 16 de octubre, el periodista fue a su restaurante a recaudar la caja. El negocio todavía estaba despegando, apenas llevaba unas semanas abierto. Rafo parrilla, se leía en la puerta. Estaba en Montelíbano, una ciudad a una hora de Puerto Libertador, donde también ejercía su oficio Rafael. Esas dos ciudades son hermanas y es común que los vecinos vivan en los dos lugares a la vez o tengan negocios en uno y otro lado. Así era su vida, una vida duplicada entre dos municipios. Ese día, contaba los billetes en una caja registradora cuando un muchacho joven, vestido con una camisa blanca de manga larga y ocultando el rostro con una gorra entró por la puerta. Echó un vistazo y, al ver a Rafael desprevenido, sacó una pistola con la que le disparó tres veces a escasos metros. El sicario huyó por la puerta a toda velocidad, como quedó inmortalizado en las cámaras de seguridad del establecimiento. Él quedó tirado en el suelo, mientras se le iba la vida. Los clientes del restaurante y los dueños de las tiendas vecinas que oyeron las detonaciones fueron a socorrerle. Pero ya no había nada que hacer, Rafael Moreno había muerto en el acto. Su asesino, hasta la fecha, sigue libre.
La labor periodística de Rafael no ha sido en vano. Durante seis meses, 30 periodistas de investigación han retomado su trabajo, como él lo deseaba. Apenas unos días antes de su asesinato, estuvo en contacto con Forbidden Stories para poner a salvo sus archivos a través de la SafeBox Network. Esta red ofrece a periodistas amenazados, de cualquier lugar del mundo, la posibilidad de proteger sus investigaciones más sensibles. En caso de ser secuestrados, encarcelados o asesinados, Forbidden Stories y sus socios colaboradores pueden continuar el trabajo de estos periodistas y difundirlo de manera masiva.
Gracias a cientos de documentos y de correos electrónicos del periodista de Voces de Córdoba, el consorcio de periodistas continuó las investigaciones de Rafael Moreno sobre los casos de corrupción local y de desvíos de dinero público, y ha publicado los hallazgos en 32 medios internacionales, entre ellos EL PAÍS.
Forbidden Stories ha descubierto el sistema de clientelismo a gran escala que impera en la provincia de Córdoba analizando de manera sistemática los contratos públicos de los municipios que investigaba el periodista, además de llevar a cabo trabajo de campo y entrevistas a numerosas fuentes. El consorcio ha desvelado el desvío masivo de varios millones de euros de recursos públicos perpetrado en cinco municipios de la región. Justo donde Rafael había puesto sus ojos.
—Usted está tan loco con esa vaina del periodismo —le soltó un día Maira, su hermana— que me denunciaría hasta a mí.
—Si hiciera las cosas mal, sí. Sin duda—, contestó él.
“Puede haberlo asesinado cualquiera. Tiró piedras a muchos lados”, sostiene el número dos del Consejo (Ayuntamiento) de Puerto Libertador, Rafael Martínez, un viejo amigo del informador que tampoco se ha librado de aparecer en sus publicaciones. Su asesinato sigue siendo un misterio.