Pedro Alonso Pérez
El 21 de noviembre de 1922, antes de las 5 de la mañana murió Ricardo Flores Magón en su celda de Leavenworth, Kansas. Las circunstancias de su muerte no son muy claras; el médico de la prisión dictaminó al respecto angina de pecho. No obstante, el mismo facultativo antes había asegurado que no tenía impedimentos de salud para aguantar la cárcel o para recibir privilegios por enfermedad alguna, ignorando los problemas de corazón, tuberculosis, diabetes y otras afecciones que padecía el reconocido prisionero. No faltaron rumores de posible asesinato.
Ricardo y su camarada Librado Rivera, sentenciados a 21 y 17 años respectivamente, llevaban tres años recluidos en aquella prisión federal norteamericana, acusados de escribir artículos contrarios al reclutamiento militar, cuando los EUA entraban a la primera guerra mundial. Las convicciones anarquistas de ambos y sus acciones revolucionarias, siempre fueron motivos de persecución y varios encarcelamientos. Pero en los últimos meses crecían las protestas en México y varios puntos de Estados Unidos, y llovían peticiones de libertad para ellos y otros presos políticos. Diversos sindicatos de trabajadores y organismos obreros, desde la oficialista CROM hasta la anarcosindicalista CGT, reclamaban y se movilizaban por este caso, complicando aún más las tensas relaciones entre los gobiernos de Obregón y Harding. La más grande movilización ocurrió a principios de noviembre de 1922 en Progreso, Yucatán, donde incluso hubo agresiones al consulado gringo. En medio de aquellas luchas por su liberación ocurrió el desenlace final: la muerte del líder exiliado.
Primer funeral en Los Ángeles, California
En su espléndido libro: El regreso del camarada Ricardo Flores Magón, Claudio Lomnitz elabora un lienzo detallado de acontecimientos en torno a la vida y muerte de Ricardo, también de sus compañeros mexicanos y norteamericanos. En ese texto puede verse que, tras conocerse el deceso, afloraron las complicaciones familiares para definir qué hacer con el cuerpo, dónde velarlo y dejarlo reposar, además de las dificultades económicas que ello entrañaba. Las familias de Librado Rivera, Ricardo y Enrique Flores Magón residían en Los Ángeles o sus alrededores y no terminaban de pasar el trago amargo de la ruptura que, desde 1918, tuvieron con Enrique y su esposa Teresa. En tales condiciones, María Brousse, la viuda, discrepaba con Enrique acerca del destino del cadáver de Ricardo, igual disputarían después su legado, hasta que en la década de 1930, finalmente se reconciliaron. El presidente Obregón ofreció a María hacerse cargo de los funerales en México y ésta habría aceptado. Lo cual implicaba entregar los restos del anarquista al gobierno mexicano, cosa que no aceptaban muchos correligionarios. Enrique logró convencer a María que era mejor permitir a los sindicatos y organizaciones obreras encargarse del traslado del cuerpo hasta la capital del país y allá sepultarlo. Proceso realizado no sin apoyos oficiales, aunque encabezado por trabajadores.
Ricardo era figura principal de un grupo transnacional de revolucionarios anarquistas y socialistas con asiento en la ciudad californiana. Por ello se decidió, antes de repatriar el cuerpo embalsamado, realizar el 1° de diciembre de 1922 una ceremonia luctuosa en el cementerio Evergreen de Los Ángeles, donde 350 personas acudieron a rendir homenaje al líder del Partido Liberal Mexicano (PLM). Este funeral inició con el canto revolucionario “Hijo del Pueblo”; luego, ante el féretro hubo guardias de niños ataviados de rojo y discursos y responsos en varios idiomas; al terminar, todos entonaron “La Marsellesa”, cada quién en su lengua: español, inglés, polaco, yiddish, ruso y otras, un verdadero evento internacionalista. El cuerpo fue depositado temporalmente en la bóveda 16, esperando el viaje de regreso al destino final.
Repatriación e inicio del mito
Como muestra del impacto que tuvo la noticia al interior del país, un periódico de Guadalajara siguió informativamente el traslado del cadáver por tren especial, desde California hasta la Ciudad de México. Con nota de The Associated Press, fechada el 5 de enero de 1923 en Los Ángeles, El Informador de Jalisco, publicaba: el cuerpo del “líder socialista mexicano” “saldrá mañana sábado con destino a C. Juárez, según lo anunció Salvador Rodríguez, jefe del Comité de socialistas mexicano, [sic] y quien acompañará los restos”. Quienes sí iban en el mismo tren que llevaba el cuerpo, eran la viuda María Brousse, su hija Lucía Norman, Raúl Palma, el yerno, y el nieto Carlitos, la familia del ilustre luchador social. Pocos días después, el mismo medio informaba en su edición del 10 de enero, de la velada fúnebre “en memoria del líder socialista” realizada la noche anterior en el Teatro Juárez de aquella ciudad fronteriza, por donde ingresó a México Ricardo en su última marcha, desterrado 20 años en EU. En ese acto público hablaron, además de Benito López, que hizo “el panegírico del extinto”, los representantes de la Alianza Ferrocarrilera: José Díaz Carrillo, Jesús Del Pozo y Salvador Llanos. Al final del evento, fue tocada La Marsellesa “como himno de libertad”. El 9 de enero, tras permanecer por la mañana en el local de la Sociedad Ignacio Zaragoza, los restos del prócer anarquista fueron “embarcados” en el tren, por una comitiva que llevaba al frente “la bandera rojinegra”, la integraban más de 50 obreros y Antonio Corona, presidente municipal de Ciudad Juárez. Iniciaba así el recorrido al interior del territorio mexicano.
Diversos puntos tocó el ferrocarril con su carga mortuoria y en todos ellos hubo banderas y estandartes sostenidos por gente pobre atribulada por el deceso. Pero en Chihuahua, Torreón y Aguascalientes, donde recibieron el cuerpo con paradas especiales, fueron las concentraciones más impactantes antes de llegar a la ciudad capital. En Torreón, la manifestación masiva fue frente al consulado americano que tuvo que cerrar por precaución.
El Informador daba la noticia que el 15 de enero a mediodía llegó el tren de Ricardo a la estación Colonia del D.F., donde esperaban numerosas agrupaciones obreras “llevando estandartes enlutados con objeto de recibir los restos mortales del extinto socialista”. Informaba también este periódico que “una gran manifestación obrera” condujo el cuerpo por la capital hasta las oficinas de la “Alianza de Ferrocarrileros” donde se instaló la capilla ardiente. Al día siguiente, 16 de enero a las 3 de la tarde inició la enorme procesión funeraria que tardó casi cuatro horas en llegar al panteón francés. Desde el recorrido hubo discursos y vivas a Ricardo y al periódico Regeneración llamados a partir de entonces “precursores de la Revolución”. No por ello terminaron roces y choques entre las agrupaciones obreras encargadas de este segundo funeral, ni tampoco, Obregón dejo de aprovecharlo en su conflicto con la iglesia (ese mismo día había expulsado al nuncio apostólico) o en sus tirantes negociaciones con el gobierno norteamericano.
Hace ya 100 años de aquellos acontecimientos y la memoria de Ricardo parece agigantarse con el tiempo. Bien lo dijo William Owen, en Freedom su revista de Londres de diciembre de 1922; quien fuera editor de la página en inglés del periódico magonista, -cuando Regeneración circulaba más de 27,000 ejemplares- afirmó: “Ricardo Flores Magón ha muerto, y seguramente, después de una vida de actividad febril, duerme tranquilo; ni alabanza ni crítica pueden afectarlo ahora”
Año y medio antes de su muerte, en carta dirigida desde la cárcel a la dirección del Partido Socialista norteamericano, entonces presidido por Winnie Branstetter, escribió Ricardo: “ Así pues, mi destino está decidido. Tengo que morir dentro de los muros de la cárcel […]. Nunca esperé triunfar en mi lucha, pero sentí que era mi deber persistir…”. Un día después del fatal suceso, Antonio Díaz Soto y Gama entonces encumbrado como diputado federal, pronunció un contundente y sentido discurso en la cámara, no exento de culpa: “Nadie quizá más grande entre los revolucionarios mexicanos que Ricardo Flores Magón. Ricardo Flores Magón, modesto; Ricardo Flores Magón, que tuvo la fortuna, la dicha inmensa de jamás ser vencedor…”