Balcón del pensamiento
Alicia Caballero Galindo
El sillón de palma se mecía rítmicamente impulsado por las cansadas piernas de Doña Concha, que asomada al antiguo balcón, protegido por una forja pintada de negro, que daba a la banqueta, veía pasar el tiempo y a la gente, que volteaba hacia ella saludándola con simpatía. Había visto morir a su esposo, su única hermana, y a sus hijos, las horas y los minutos se deslizaban sobre aquella plaza como monedas de oro que, al caer, producen un dulce tintineo. ¡Casi todos se conocían! Y los fuereños que llegaban, al poco tiempo eran parte de la gran familia de San Juan de Aviñas, un pueblo perdido entre los altos pinos de un bosque, en la Sierra de Michoacán. Doña Concha era toda una institución porque tenía ya muchos años, al parecer, había vivido más que nadie. En sus buenos tiempos, curaba enfermos con remedios a base de hierbas; sabía mucho de eso. Cuando llegó un doctor al pueblo, dejaron de visitarla, los viejos todavía se paraban frente a su balcón para preguntarle algún remedio y ella, siempre tenía una respuesta amable para cualquier mal y lo mejor: les funcionaba, pero sus clientes poco a poco se fueron acabando. Esa tarde, Rosita jugaba a sus pies con una muñeca de trapo, era su cuarta bisnieta, hija de Amelia, la nieta con quien vivía, pues su hija Rosa, había muerto del corazón repentinamente años atrás. Desde entonces la abuela había decaído mucho y se encerraba en sus pensamientos, meciéndose en su sillón frente a la ventana, solo se animaba cuando alguien se arrimaba a su ventana para pedirle un consejo y curarse, en esos momentos sus pequeños ojos rodeados de arrugas, cobraban un brillo especial. Con frecuencia le agradecían el favor cuando experimentaban alivio a sus males, entonces decidía romper el silencio y recordar tiempos pasados. Ordinariamente, la única que la hacía sonreír era Rosita, que había nacido al día siguiente de la muerte de Rosa su abuela y doña Concha decía que el alma de su hija, había vuelto en la niña. ¡Cosas de viejos!
Aquella tarde, el viento empezó a soplar con fuerza y el cielo se cubrió de negros nubarrones, nadie esperaba el cambio, no era tiempo de lluvias, las mujeres que volvían de misa, se persignaron y apuraron el paso para llegar a sus casas, los hombres detuvieron sus sombreros para que no volaran, todo se detuvo de pronto ante aquel fenómeno inesperado. Rosita se aferró a las piernas de doña Concha que sonreía sin atemorizarse; acarició la cabeza de la niña con ternura y le decía.
—¡No temas mi niña! Es tan sólo el viento. ¡Mira cómo vuelan las hojas suspendidas en el espacio! Parecen mariposas, los árboles, se estremecen y cantan una extraña melodía, al colarse el viento sobre sus ramas, ¡escucha su bella sinfonía!, el sol se ha escondido tras las nubes, pronto saldrá de nuevo brillante y tibio.
La niña que miraba asustada el terror desatado en la gente por el cambio de clima inesperado, con las palabras de la abuela se fue calmando y ¡no sólo eso!, empezó a disfrutar el espectáculo e imaginar lo que le decía. Era tanto el entusiasmo, que la abuela Concha trabajosamente se puso de pie aferrándose al marco del postigo abierto y aspiraba a pleno pulmón el ventarrón que producía extraños sonidos al pasar por las hendiduras de las ventanas que estaban cerradas y decía con entusiasmo;
— Me voy de viaje mi niña; yo creo que vienen por mí. Es tiempo de partir; he esperado mucho este momento y creo que tu bisabuelo me llama; no lo veo, pero lo escucho llamarme; mis hijas me necesitan, están allá a donde voy.
La niña se esforzaba por escuchar, pero sólo distinguía el sonido del viento que aullaba en todos lados, ella, abrazaba a su muñeca contra su pecho.
En pocos minutos, todo pasó; la plaza quedó cubierta de hojas y basura; en los árboles desnudos, estaban atontadas, algunas aves que no eran propias de la región, acicalaban acuciosamente sus plumas para emprender el vuelo hasta sus hogares, la gente, sorprendida y un tanto temerosa, empezó a asomarse y a salir con precaución, el sol que estaba por ocultarse, con sus rayos amarillentos y rozando los bordes de las montañas, se colaba entre las nubes que empezaron a adelgazarse convirtiéndose en velillos ligeros que se disolvían y la blanquecina luna asomaba su sonrisa en el horizonte. Esa tarde, no hubo niños en la calle, ni viejos en la plaza ni mujeres barriendo banquetas. Las puertas y postigos se cerraron temprano y al oscurecer, sólo se escuchaba el monótono canto de las lechuzas y las hojas tiradas en la plaza que se revolvían al soplar la suave brisa de la noche, como si tuvieran vida propia. La única que no se quiso acostar fue la abuela Concha porque decía que se iría esa noche. Su nieta se encargó de asegurar bien las puertas para evitar que se le saliera su abuela y le escondió su bastón. Rosita se acostó con su muñeca en la cama de su bisabuela, ella era su compañera de cuarto, Concha se quedó sentada en su sillón de palma, soñando y hablando con fantasmas inexistentes perdidos en la bruma del tiempo y sus recuerdos.