Rutinas y quimeras
Clara García Sáenz
Cuando llegamos, aquello estaba lleno de gente, yo creía que por ser a las doce del día la charla acerca del libro “Victoria de mis entrañas” que daríamos en Jiménez, Tamaulipas, seriamos pocos. Sin embargo, la sorpresa fue mayúscula, había ahí cerca de 80 personas entre niños de primaria, bachillerato, maestros y funcionarios municipales.
Asombrada le pregunté al encargado de cultura Alejandro Martínez Espinoza que porqué había tantos, “es que el presidente municipal compartió en sus redes sociales la invitación al evento y se dejó venir medio mundo”.
Con un público tan variado, el discurso estuvo centrado en los niños a quienes les hacíamos preguntas y les obsequiábamos un libro al valiente que contestara. Al finalizar les pedí a los adultos que les dieran a los niños y jóvenes prioridad para que se llevaran el libro a casa y lo compartieran con sus papás.
Me asombró entre otras cosas, ver al presidente municipal Luis Enrique Salazar Sánchez asistir al evento y quedarse hasta el final, atento e interesado en los temas de patrimonio cultural y preocupado por las condiciones en que se encuentran los edificios históricos; enterarme que el Colegio de Bachilleres lleva el nombre de uno de los historiadores más destacados en Tamaulipas, Gabriel Saldivar; que la gente esta orgullosa de su pasado, sus próceres y sus edificios históricos.
Al terminar el evento recorrimos por enésima ocasión la casa del Conde de Sierra Gorda donde se realizó la charla, Alejandro nos invitó a ver el Archivo Histórico de Jiménez que guarda celosamente bajo cuatro llaves.
Al despedirnos y con la promesa de volver para impartir una conferencia sobre Gabriel Saldivar a los chicos del Cobat, Edgar Sosa, mi exalumno universitario, tomando el papel de guía nos llevó al pan. Es una casa con un gran horno de leña, ahí un hombre muy diligente metía charolas y charolas de pan dulce al horno que estaba bastante caliente; mientras en la habitación cercana varias mujeres amasaban grandes cantidades de harina y daban forma al pan acomodándolo con gran rapidez en las charolas que luego se iban a la cocción. Un gran estante con diversos y variados panes nos impedían tomar decisión para seleccionar, había conchas, marranitos, hojarascas, cortadillos, pemoles, empanadas. La lista larga y nuestra vista corta que aunado a la presión de decidir se sumaba el ir y venir de los panaderos.
“Nada más andamos estorbando” le dije a una de las mujeres que amasaba “claro que no, escoja sin prisa, ahorita les cobramos” me respondió, y si, sin voltear a vernos, le dijimos cuantas piezas eran y de cuales panes, hizo la cuanta rápidamente.
De ahí nos fuimos al Encinal, el emblemático lugar donde se fabrica el machacado, ahí conocimos a Juan Miguel quien nos explicó el proceso desde que ellos matan el animal, hasta el secado y desmenuzado de la carne. Nos habló de los problemas que enfrentan, los apoyos de los gobiernos que llegaron, pero mal porque las máquinas para agilizar el proceso de secado nunca fueron eficientes y no pudieron con los costos de la luz y otros insumos que supuestamente eran para que aumentara la producción y la exportación. El hacer machacado sigue siendo un proceso artesanal, por eso resulta caro y actualmente viven una crisis por la baja demanda que les trajo la pandemia.
Después de escuchar su historia, Edgar nos llevó a comer al Tamaulipeco, un restaurante legendario que ha pasado de padres a hijos pero que sigue atendiendo a los comensales que viajan hacían la frontera o regresan de ella. Asado, bistec ranchero, milanesa y por supuesto machacado.
Ya de regreso a Jiménez, pasamos por el Tinieblo, la fábrica del mezcal más famoso de Tamaulipas; ahí, Claudia nos dio a probar de las variedades que producen, le firmé un libro y nos tomamos una fotografía. Paramos en la presa Flechadores para ver los nenúfares y regresar al pueblo donde dejamos a Edgar.
Retornamos a Ciudad Victoria a media tarde, pero al pasar por Güémez les propuse a mis compañeros de viaje Ana, Ángel y Antonio que paráramos en la iglesia del siglo XVIII que está en el centro del pueblo. Ahí admiramos esa joya colonial que, aunque modesta, ha sido conservada en perfecto estado tanto en sus detalles, mampostería, fachada y construcción.
Ya de regreso me metí en una profunda reflexión, recordé mi pueblo, su gente, su calidez, la felicidad que se vive cuando alguien va a visitarlos, a enseñarles, a compartirle sus saberes y descubrí que en eso consiste el encanto de ser pueblerino, tal vez por eso, en Jiménez me sentí como en casa.
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