Balcón del pensamiento
Alicia Caballero Galindo
El calor era agobiante, mis pasos sobre la gravilla del camino, seguían un ritmo monótono que entraba por el oído y resonaba por dentro de mi cuerpo como si estuviera hueco, la luna en cuarto creciente, iluminaba a medias la noche, interrumpida por nubes ligeras que corrían como si tuvieran prisa por llegar… a ninguna parte. ¡Esos perros que no dejaban de ladrar por todos lados! No los veía, pero los escuchaba, aullar, y jadear con coraje, tal vez algunos estén amarrados y les molesta todo lo que se mueva mientras ellos, están atados a cuerdas de las que no se pueden zafar. Otros, son más inteligentes, mastican las ataduras que los mantienen amarrados hasta que se desatan y corren como enajenados por todos lados, sin orden, sin sentido, mordiendo todo lo que se les atraviesa. ¡Qué pena me causan los que vagan encorvados por el camino con la cola entre las patas esperando patadas y golpes de los transeúntes, pero insisten en seguir por el camino en lugar de buscar la orilla protegida por la maleza, a veces son los más peligrosos porque van acumulando golpes y desaires, hasta que encuentran un cristiano que derrama la última gota y… reaccionan como fieras, sacando fuerzas de flaqueza y atacan para desquitar la montaña de desaires que llevan cargando por mucho tiempo, no importa quien se las debe, en algún momento, encuentran quien se las paga, son como fantasmas del camino. Es mejor alejarse de ellos sin tocarlos, pueden confundir la intención de una caricia con la de una agresión.
Mi destino lo percibía lejano aún, caminar a oscuras y a expensas de la luna, es inseguro y me vuelve paranoico, veo “monos con tranchete” donde quiera. Hay que talonearle a buen paso para llegar. Empezó a soplar el viento y me trajo aroma de naranjos en flor, alcancé a ver a la distancia, la luz que permanecía encendida toda la noche y que alumbraba la parte frontal de mi casa paterna, aún lejana. Me detuve a descansar en el tronco seco de un viejo ébano que aún permanece de pie, con la dignidad de los gigantes que no se rinden, sin quejas ni lamentos y mis pensamientos vuelven una y otra vez, hasta ella ¡Por qué tenía que morir en forma tan grotesca! Sentada en una banca del parque, nadie supo de dónde procedía la bala perdida que la mató instantáneamente, lo bueno, fue que no se dio cuenta de lo que pasó, se quedó con el libro de poemas que leía entre las manos, los ojos abiertos, así la encontré, con un hilillo de sangre resbalando por la nuca despejada, su cabellera negra cayendo por su hombro y la cabeza, irónicamente, inclinada como mirando al libro. Desde entonces, había vagado sin rumbo por los caminos, sabía de dónde partí, pero desconocía hacia donde iba. Intentaba regresar a mi casa paterna porque allí habitan los días más felices de mi vida, cuando mi más grande preocupación era encontrar la forma de subir a los árboles sin que mi ropa se rasgara para evitar una reprimenda. Era apoteótico encaramarme en las ramas del encino desde donde veía un horizonte más amplio. ¡Me sentía poderoso! Algo así como Cristóbal Colón divisando nuevas tierras.
Perdido en mis elucubraciones, perdí el sentido de las cosas, me senté en el suelo, me recargué en aquel tronco seco y me dormí. No supe cuánto tiempo, me desperté con un estremecimiento al sentir una mano suave en mi hombro y la voz de ella llamándome, abrí los ojos y la vi, estaba frente a mí, me sonrió y solo me dijo:
-El tiempo no se puede regresar, el camino está frente a ti lleno de luz, ¡vive! No busques el ayer, porque quedó atrás y no podrás volver jamás, ¡ama, ríe, llora y canta! ¡Vive! Disfruta el camino mientras llega el día en que nos veamos de nuevo.
No supe si fue sueño, una alucinación, o un capricho de mi mente o… tal vez, tal vez, un mensaje que debo atender.
Me levanté, y miré el camino desorientado ¡de dónde vengo? ¿Adónde me dirijo? A lo lejos vi entre las tinieblas mi casa paterna de la que solo quedaban los cimientos al pie del viejo encino, me estremecí. Sacudí la cabeza, me froté los ojos y miré otro camino, uno nuevo que no había descubierto, el sol asomaba por el horizonte y se veía claro el próximo amanecer. Sin dudarlo, sentí que ése era el camino correcto, emprendí la marcha, dejando en el viejo tronco seco, el cofre de mis amarguras, sequé mis lágrimas y emprendí la marcha, más ligero, recordé con dulce melancolía las palabras de mi madre: “Cerca del amanecer, la noche es más oscura”